CIVILIZACIÓN CRISTIANA

Un ejemplo de «dulzura de vivir»: la sociedad austriaca no infectada por la Revolución Francesa

Talleyrand (+1838), noble francés célebre por su gran habilidad diplomática y su fina capacidad de observación (que no por su virtud), dijo alguna vez: “Quien no vivió antes de 1789 no sabe lo que es la dulzura de vivir”. Y es que, como muestra el testimonio unánime, antes de la Revolución Francesa reinaban los buenos modales, la cortesía y la cultura.

Comenta el historiador italiano Roberto De Mattei que es muy difícil para el hombre actual comprender el alcance de esta afirmación, pues, "sumergido en el hedonismo e incapaz de experimentar auténticas alegrías espirituales", para él la alegría de vivir "tiene un significado puramente material y se reduce a la amarga satisfacción que nace del consumo y del goce de los bienes puramente sensuales". Como esto es insuficiente para el alma humana, se establece una "’amargura de vivir’ que hoy tiene sus expresiones más llamativas en la nueva enfermedad social de la ’depresión’ y en la espantosa propagación de los suicidios, aún entre los más jóvenes".

Prosigue De Mattei explicándonos que "en la acepción que le dio Talleyrand, la ’dulzura de vivir’ tiene un significado más profundo y sutil. Ella puede ser entendida como una cierta luz imponderable que se irradiaba sobre todo el cuerpo social, desde los remotos tiempos de la Edad Media. Los orígenes de esta dulzura de vivir, en efecto, se remontan a la Civilización Cristiana medieval y se relacionan a la concepción cristiana de la existencia, que une indisolublemente la felicidad del hombre a la gloria de Dios" [1].

Por ello el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira sostuvo siempre que la "descatolización" de los hombres, las familias y los pueblos los aleja de la felicidad.

Invitamos al lector a degustar un poco de este ambiente con el siguiente texto del historiador Marcel Brion en su libro sobre la vida cotidiana en Viena [2], que nos describe una sociedad a la que la Revolución Francesa no consiguió contagiar. El lector notará trazos característicos de la "personalidad" austriaca que no son iguales en otras naciones, pues la civilización cristiana pone orden y contribuye a la felicidad de los pueblos sin quitarles su cualidades propias. Dice Brion:

"Los vieneses no constituían un pueblo político, en el sentido de que no exigían que se les asociara a la discusión y a la solución de los problemas que interesaban a la vida del Imperio.


"En conjunto su posición ideológica era aproximadamente esta: Dios, en su providencia, nos da soberanos a quienes dota de todas las cualidades necesarias para gobernarnos bien. Solo tenemos que imitar a los niños que deben respetar a sus padres –ya que los soberanos son nuestros padres–, obedecerles y aceptar sus decisiones como las que más convienen al bien del país. (…) Poco inclinado a reivindicar derechos absolutamente teóricos y abstractos, deseoso ante todo de vivir bien, en paz y cómodamente, el vienés no tenía, o tenía muy raramente el alma de un rebelde. (…) La cuestión social no se planteaba; las ’ideas de 1789’ que tuvieron tan violenta repercusión en Alemania, no conmovieron a Austria, por la sencilla razón de que no existía pretexto alguno sobre el cual articular un movimiento revolucionario. La riqueza del país permitía a todos gozar de la abundancia (…) la vida era muy barata y el pequeño artesano ganaba lo bastante como para hacer una comilona cuando lo deseara. (…)

"Bauerlé cuenta también, en su diario, un jocoso episodio que se remontaba a su infancia, y que ilustra muy bien la situación social de las diversas ’capas’ del pueblo vienés. Habiendo ido un día con su padre a la cervecería de Penzing, se sorprendieron ambos de la animación que allí reinaba, de la cantidad de arañas que iluminaban el comedor y del estrépito que producía una orquesta. Cuando el padre de Bauerlé preguntó quiénes eran los personajes que celebraban tamaña fiesta en su establecimiento, el hospedero le respondió que se festejaba una ’boda de mendigos’. Los padres de la novia eran muy conocidos en la ciudad, pues el padre, apodado Duckerl, tenía su puesto fijo en el Puente de Piedra, y su mujer pedía limosna en la Burgtor, resultándoles tan fructífero su negocio que vivían de él cómodamente y hasta podían ahorrar cada año algunos centenares de florines. Estaban por lo tanto en condiciones de dar a su hija una dote de varios miles de florines y de celebrar fastuosamente las bodas. (…)

Basílica del Nacimiento de María en Mariazell, donde se encuentra la "Magna Mater Austriae", patrona nacional

"Que las peregrinaciones a los santuarios urbanos o rurales no siempre vayan acompañadas de una reserva ascética, lo explica el carácter vienés, jovial, ligero y benévolo. Una religión triste y sombría no hubiera sido popular, y en el amor que se profesaba por la Virgen y los santos honrados e implorados en el transcurso de esas peregrinaciones, es preciso ver la confianza ingenua, y casi pueril, pero sincera y profunda de un niño hacia sus padres. Este aspecto casi familiar de la religiosidad austríaca constituye el fondo de la vida espiritual de ese pueblo; no hay que olvidar que el catolicismo posterior al Concilio de Trento, tan sabiamente estudiado por Emile Mêle en sus expresiones artísticas, favorecía esa devoción amable, esa intimidad entre la humanidad y la divinidad. Es difícil concebir una Austria puritana y jansenista: nada hubiese sido menos ’natural’. (…)

"La presencia de la corte y de los grandes favorecía sobre todo a los comercios de lujo, sastres, bordadores, pasamaneros, joyeros y talabarteros. (…) Viena fue siempre la capital del objeto raro, refinado, precioso tanto en materia como en trabajo, y el lujo de los poderosos, muy lejos de despertar envidia o celos, aparecía como una legítima fuente de provecho para todos.

"Esta aristocracia que vive en palacios de teatro, se pasea en lujosos carruajes que, desde esa época constituyen, como lo harán siempre, la gloria de Viena. Estos van precedidos de lacayos con trajes húngaros, de recaderos que llevan mensajes en el puño de oro del largo bastón que utilizan para abrirse paso a través de la multitud, y que están vestidos a la turca según la usanza de ese tiempo en que el orientalismo se ponía de moda, con fajas, plumas y botas de extremo curvado. Todo eso daba a la ciudad un aire de fiesta, pues, así como los palacios se erguían con frecuencia en medio de una confusa mezcla con casas burguesas y aún con pobres moradas, de igual modo a esa nobleza, tan orgullosa de su antigüedad y de su poder, no le repugnaba codearse con el pueblo bajo en las mil circunstancias de la vida en que se hallaban juntos. (…)

"El pueblo tenía por sus soberanos un apego que no se manifestaba en explosiones de alegría al verlos, sino más bien en una especie de amistad deferente, como si fuese natural, cotidiano, que el monarca circulara familiarmente entre sus súbditos. Para el Conde de Sainte-Aulaire, habituado a las muchedumbres francesas, es ’un espectáculo curioso’ el del emperador transitando por el Prater o el Augarten casi sin escolta, sin vigilancia policial, ya que un padre nada tiene que temer en medio de sus hijos, ni siquiera una impertinencia. (…) Sainte-Aulaire relata en sus Memorias esa particularidad propia del carácter vienés, para el cual la familiaridad no corría jamás el peligro de degenerar en falta de respeto. (…)

El emperador Francisco I de Austria es recibido en Viena tras la ocupación napoleónica (cuadro de Johann Peter Krafft).

"(…) el ininterrumpido cortejo de carruajes de todo género, los más humildes junto a los más espléndidos sin que sus ocupantes fuesen jamás rozados con una mirada de celos o de envidia. El ’odio de clases’ era desconocido en Viena antes de la revolución de 1848 que, por sus excesos y por la dureza de su represión, comenzó a crear un foso entre los ’pobres’ y los ’ricos’, y en consecuencia sucedía que esos coches chocasen y hasta se enganchasen sin provocar más que una sonrisa divertida o un gesto de excusa; cuando los cocheros terminaban injuriándose, lo hacían no obstante sin convicción, por costumbre, y en tono de chanza.

"La felicidad de los vieneses a pesar de las calamidades públicas como la guerra y la peste, la inundación y los sufrimientos privados de los cuales los austríacos, como cualquier otro pueblo, no estuvieron exentos, estaba hecha de esa ’arte de vivir’ que se había desarrollado espontáneamente, orgánicamente; en circunstancias materiales favorables, es preciso decirlo, pero también, y sobre todo, en virtud de una disposición natural por la dicha que es un rasgo de carácter muy importante, sin el cual, probablemente, esas buenas gentes se habrían creído oprimidas por sus soberanos, y habrían sentido la familiaridad y la benevolencia de estos, simple y afectuosa, como un paternalismo taimado, capaz de atentar contra sus libertades naturales. Los pueblos, como los individuos, se muestran más o menos capaces de ’construir su felicidad’ con los elementos que el destino ha puesto a su disposición. Que los acontecimientos exteriores desempeñen su papel en la distribución de las satisfacciones terrenas sobre las que se basa en parte la felicidad, ¿quién lo negaría? Pero el deslumbrante esplendor con que se adornó Viena tras los sufrimientos del asedio turco, la energía y el valor con los que se reconstruyó después de los desastres de la guerra de 1939-1945 demuestran con impresionante evidencia ese don que las hadas le han dado [sic] de saber sonreír igualmente en la felicidad y en la desdicha".







[1El Cruzado del siglo XX: Plinio Correa de Oliveira, Tradición y Acción por un Perú mayor, Lima, 2010. pp. 19-20

[2La vie quotidienne à Vienne à l’époque de Mozart et de Schubert, Librairie Hachette, 1959.





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