A 25 AÑOS DE LA CAPTURA DE ABIMAEL GUZMÁN

¿Por qué prendió Sendero? El itinerario de Maritza Garrido Leccca, clave para una respuesta

Por César Félix Sánchez Martínez

El 12 de septiembre de 2017, fiesta del Dulce Nombre de María —en que la Iglesia conmemora la victoria de la batalla de Viena (1683), que libró definitivamente a Europa de la amenaza turca,—, se cumplieron 25 años de la captura de Abimael Guzmán y la cúpula del llamado Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso. Esta captura marcaría el rápido desmoronamiento de la estructura terrorista que desde hacía 12 años procuraba derribar al Estado y sociedad peruanas, para construir a partir de ellas la “República de Nueva Democracia del Perú”, núcleo de una revolución mundial de proporciones cósmicas, que destruiría tanto al imperialismo capitalista como al revisionismo de “traidores” como Fidel Castro o Deng Tsiao Ping.

Guzmán, de origen arequipeño, disonaba del perfil del revolucionario latinoamericano fabricado por la propaganda progresista, ya sea el hombre de acción seudo idealista estilo Ernesto Che Guevara, o el orador demagógico estilo Salvador Allende. Era un abúlico y obeso catedrático de provincias afectado de psoriasis, que pasó los 12 años de su “guerra popular” en Lima, escuchando a Frank Sinatra, fumando Hamilton azules —no rojos, como apuntó Elena Iparraguirre entre chistosa e indignada a un sorprendido general Antonio Ketín Vidal el mismo día de la captura— y cumpliendo su función de individuo-cósmico histórico hegeliano casi divino, en medio de un aislamiento que paradójicamente era la única fuerza del mito sagrado difundido entre sus huestes.

Sofistas que abren campo a verdugos

Decía Juan Donoso Cortés, en su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (1851): “Para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas, los verdugos”. Y he aquí una de las claves del enigma del senderismo. Ni en Honduras, ni en Bolivia ni mucho menos en Haití, los países más pobres del hemisferio, jamás cuajó el maoísmo radical de SL; ni siquiera tuvieron aquellas naciones experiencias guerrilleras marxistas medianamente duraderas o por lo menos comparables a las que asolaron a los países de mayor desarrollo humano en el continente para la época, como Argentina, Uruguay o Brasil.

Pero el ultra-maoísmo es un fruto aún más raro. Para encontrar gemelos espirituales de Sendero en su época habría que ir a Alemania, con la Rote Armee Faktion o a las Brigate Rosse italianas o al Ejército Rojo japonés. ¿Eran estos tres países miserables estados fallidos tercermundistas? Para nada. A fuer de haber sido las tres potencias del Eje derrotadas, habían conocido en las últimas décadas un crecimiento económico inusitado, acompañado por una sofisticación ideológica que corría paralela a la revolución cultural, sexual y religiosa de la segunda mitad de la década de 1960. En sus bares universitarios pululaban exóticos ideólogos que polemizaban respecto a la vera fides marxista-leninista, en medio del archipiélago de sectarización de los distintos grupos emulándose en radicalismo. Hasta que alguna secta decidía poner por obra la liberación que casi todos asumían en teoría.

Algo semejante ocurrió en el Perú. De no ser por los doce años de velasquismo, donde los virus y bacterias del totalitarismo marxista mutaban y se fortalecían al amparo de la Iglesia posconciliar y el Estado revolucionario, como de las universidades y los sindicatos (especialmente el de los maestros), no habría existido el espacio y la ocasión para que Guzmán “leyese los signos de los tiempos” y desencadenara su guerra contra el Estado. Recordemos que el marxismo es una ideología de acumulación, a la que nunca sacian ni las concesiones ni las reformas, sino que cree ver en ellas —como según Max Scheler lo hacen los resentidos ante cualquier beneficio que obtengan— la confirmación de sus delirios y la necesidad de ir cada vez más lejos en su afán utópico totalitario.

De ahí el error basal de aquellos que atribuyen la aparición del terrorismo a la “pobreza”. Evidentemente, la destrucción del campo y la desarticulación de la presencia del Estado en áreas rurales, tras el sonoro fracaso de la Reforma Agraria, fueron el combustible ideal para que el fuego de la violencia prendiese de una manera intensa; pero el terrorismo en el Perú es exclusiva obra de intelectuales de izquierda radical, que quisieron poner en obra lo que antes habían leído en sus manuales o desarrollado en sus aulas.

Se engaña Hugo Neira al decir que de no haber habido Reforma Agraria todo el Ande sería senderista. Al contrario, si antes de Velasco, en 1965, tres focos guerrilleros, con apoyo internacional que no tuvo Sendero Luminoso, y con menor radicalismo y crueldad —lo que en teoría debería haberles otorgado mayor predicamento en la población civil— fueron rápidamente desarticulados (precisamente por la acción conjunta de las fuerzas de seguridad, los campesinos y los propietarios rurales), en mucho menor tiempo la arcaica “guerrilla homeopática” senderista, como la denomina Patricio Ricketts Rey de Castro, habría acabado por ser batida.

De la devoción a la revolución

¿Cómo pudo, entonces, perderse “el austero culto por la verdad” al que alude Donoso Cortés y caer el Perú de aquel tiempo presa de chupatintas de tercera fila y semisabios provincianos de mitos tan sanguinarios como delirantes? Aunque la destrucción de la formación humanística en el Perú viene de lejos, hay una causa inmediatísima, que puede comprobarse observando con cierto detenimiento el caso de la ahora excarcelada Maritza Garrido-Lecca Risco.

En el polémico y largo reportaje que la revista Somos consagró a esta figura, se desliza este dato revelador: Garrido-Lecca, exalumna de un colegio religioso limeño, era en un comienzo profundamente devota, quería ser religiosa, hacía trabajo social e incluso hizo una vigilia esperando en Villa El Salvador la visita de Juan Pablo II en 1985. Es más, el inicio de su radicalización se lo debe a su tía, la exmonja Nelly Evans Risco, otra de las cuidadoras de Guzmán, de la orden de las Siervas del Inmaculado Corazón de María y exalumna del exclusivo colegio Villa María. ¿Qué había pasado? ¿Qué había hecho que limeñas que podrían haber seguido los pasos de santa Rosa de Lima o de la sierva de Dios Teresa Candamo acaben sumergidas en tan anticristiana y enfermiza horda sanguinaria? La principal causa de ese vuelco mental debe buscarse en el aggiornamento del Concilio Vaticano II y la llamada Teología de la Liberación. Si bien es cierto que el grueso de los sectores progresistas del catolicismo peruano prefirió la militancia en el marxismo electoralista de Izquierda Unida (mientras los más radicalizados sostenían al mucho más nice y urbano Movimiento Revolucionario Túpac Amaru - MRTA), la deriva radical afectaría a todos.

Lo más lamentable fue que las organizaciones educativas destinadas desde su inicio a contrarrestar las tendencias revolucionarias totalitarias y anticristianas —como la Pontificia Universidad Católica del Perú, fundada por el padre Dinthillac y nutrida por José de la Riva Agüero expresamente para esa misión, o los colegios de diversas órdenes religiosas— acabaron siendo no solo inútiles en esa lucha, sino sirviendo al enrarecimiento de la atmósfera doctrinal y permitiendo que desde su interior se promoviese una verdadera doctrina de odio violentista, quizá en grados no tan radicales al inicio, pero que serían una suerte de tobogán que sumergiría al Perú en el horror de la década siguiente. Algo semejante ocurrió con los Institutos Armados y con las universidades estatales. Podríamos decir que el sistema de inmunodeficiencia de la sociedad peruana fue frívolamente destruido en la década de 1970, al alimón entre la Iglesia posconciliar, el Ejército “nacionalista” y los intelectuales progresistas.

Lo tragicómico de todo es que muchos de los perpetradores de semejante situación todavía hoy pontifican ofreciéndonos las soluciones descabelladas de siempre, ahora menos truculentas y más posmodernas y relativistas, pero igual de letales. Porque las ideas tienen consecuencias y las ideas falsas, tienen consecuencias malignas.

¿Hay algún bien que se haya extraído del gran mal que representó el terrorismo marxista en el Perú? Pues quizás que la experiencia de la violencia, junto con los experimentos grotescos de Velasco y del primer gobierno García, han inmunizado a una buena parte de la población contra cualquier delirio izquierdista. Así, 25 años después, el Perú ha logrado sobrevivir relativamente incólume la ola avasalladora de gobiernos de izquierda que azotó Iberoamérica en el nuevo milenio. E incluso los triunfos electorales de “progresistas” como Susana Villarán u Ollanta Humala —que luego acabarían fungiendo de moderados— se debieron esencialmente al apoyo de figuras mediáticas e intelectuales del liberalismo, como Jaime Bayly y M.Vargas.

Los atenienses solían no reconstruir los templos incendiados por los persas, para que el pueblo no olvidase su perfidia. De igual manera, los peruanos de hoy debemos mantener el recuerdo del grado de miseria material y moral al que estas alucinaciones nos llevaron. Que la atmósfera de paz y quietud burguesa no nos lleve de nuevo al culto de los sofismas, sean maoístas o neomarxistas “de género”, porque luego tendremos que arrepentirnos.











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