UNA PRETENSIÓN ALUCINADA

La imposible “rehabilitación” de Lutero – II

Ya son incontables los fieles católicos —entre los cuales nos incluimos— que se preguntan, con el mayor respeto pero con la mayor extrañeza, qué sentido tiene la presencia papal en la “Conmemoración luterano-católica” de los 500 años de la rebelión de Martín Lutero, quien además de apóstata y hereje, fue blasfemo y enemigo encarnizado del Papado y de la fe católica. En el artículo precedente Plinio Corrêa de Oliveira mostró algunos de los enunciados más perversos del heresiarca alemán en materia de doctrina. En este nuevo artículo expone sus errores, no menos perversos, en materia moral.


¡LUTERO PIENSA QUE ES DIVINO!

Plinio Correa de Oliveira (*)


Reconstrucción del rostro de Martín Lutero en base a su máscara mortuoria.

No comprendo cómo hombres de Iglesia contemporáneos, incluso de los más cultos, doctos o ilustres, mitifiquen la figura de Lutero, el heresiarca, en el empeño de favorecer una aproximación ecuménica, de inmediato con el protestantismo, e indirectamente con todas las religiones, escuelas filosóficas, etc. ¿No disciernen ellos el peligro que a todos nos acecha al fin de este camino, o sea, la formación, en escala mundial, de un siniestro supermercado de religiones, filosofías y sistemas de todo orden, en que la verdad y el error se presentarán fraccionados, mezclados y puestos en alboroto? Ausente del mundo sólo estaría –si hasta allá se pudiese llegar– la verdad total; esto es, la fe católica apostólica romana, sin mancha ni defecto.

Sobre Lutero –a quien cabría, bajo cierto aspecto, el papel de punto de partida en esa marcha hacia la confusión total– publico hoy algunos tópicos más que muestran bien el olor que su figura revoltosa esparciría en ese supermercado, o mejor, en esa morgue de religiones, de filosofías, y del propio pensamiento humano.

Según prometí en el artículo anterior, los tomo de la magnífica obra del padre Leonel Franca S. J., La Iglesia, la Reforma y la Civilización (Editora Civilização Brasileira, Río de Janeiro, 3ª ed., 1934, 558 pp.).

Elemento absolutamente característico de la enseñanza de Lutero es la doctrina de la justificación independiente de las obras. En términos más llanos, de que los méritos superabundantes de Nuestro Señor Jesucristo por sí solos aseguran al hombre la salvación eterna. De modo que se puede llevar en esta tierra una vida de pecado, sin remordimientos de conciencia, ni temor de la justicia de Dios.

La voz de la conciencia era, para él, no la de la gracia, sino ¡la del demonio!

Por eso escribió a un amigo que el hombre vejado por el demonio, de vez en cuando “debe beber con más abundancia, jugar, divertirse y hasta cometer algún pecado en odio y provocación al diablo, para que no le demos ocasión de perturbar la conciencia con pequeñeces (...) Todo el Decálogo se nos debe apagar de los ojos y del alma, a nosotros tan perseguidos y molestados por el diablo” (M. Luther, “Briefe, Sends breiben und Bedenken”, e. De Wette, Berlín, 1825-1828 – cfr. op. cit., pp. 199-200).

El el mismo sentido, escribió también: “Dios solo te obliga a creer y a confesarlo. En todas las otras cosas te deja libre y señor de que hagas lo que quisieres, sin peligro alguno de conciencia; antes es cierto que, de sí, a Él no le importa, ni siquiera si dejases a tu mujer, huyeses de tu señor y no fueses fiel a ningún vínculo. ¿Y qué le importa (a Dios), si haces o dejas de hacer semejantes cosas?” (“Werke”, ed. de Weimar, 12, pp. 131 ss. – cfr. op. cit., p. 446).

Tal vez aún más taxativa es esta incitación al pecado, en carta a Melanchton, del 1 de agosto de 1521: “Sé pecador, y peca fuertemente (esto peccator et pecca fortiter), pero con más firmeza aún cree y alégrate en Cristo, vencedor del pecado, de la muerte y del mundo. Durante la vida presente debemos pecar. Basta que por la misericordia de Dios conozcamos al Cordero que quita los pecados del mundo. De él no nos ha de separar el pecado, aunque cometiésemos por día mil homicidios y mil adulterios” (“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, 2, p. 37 – cfr. op. cit. p. 439).

Tan descabellada es esta doctrina, que el propio Lutero a duras penas conseguía creer en ella: “Ninguna religión hay en toda la tierra, que enseñe esta doctrina de la justificación; yo mismo, aunque la enseñe públicamente, con gran dificultad la creo en particular” (“Werke”, ed. de Weimar, 25, p. 330 – cfr. op. cit., p. 158).

Pero los efectos devastadores de la predicación que Lutero confesaba tan insincera, él mismo los reconocía: “El Evangelio encuentra hoy en día adherentes que se persuaden de que no es otra cosa que una doctrina que sirve para llenar el vientre y dar rienda suelta a todos los caprichos” (“Werke”, ed. de Weimar, 33, p. 2 – cfr. po. cit., p. 212).

Propaganda luterana, representando en forma de animales a los oponentes del heresiarca. El del centro sería el Papa.

Y Lutero agregaba, acerca de sus secuaces evangélicos, que “son siete veces peores que antes. Después de la predicación de nuestra doctrina, los hombres se entregaron al robo, a la mentira, a la impostura, a la depravación, a la embriaguez y a toda especie de vicios. Expulsamos un demonio (el papado) y vinieron siete peores” (“Werke”, ed. de Weimar, 28, p. 763 – cfr. op. cit., p. 440).

“Después que comprendimos que las buenas obras no son necesarias para la justificación, quedamos mucho más descuidados y fríos en la práctica del bien (...) Y si hoy se pudiese volver al antiguo estado de cosas, si de nuevo reviviese la doctrina que afirma la necesidad de hacer bien para ser santo, otra sería nuestra alegría y presteza en el ejercicio del bien"(“Werke”, ed. de Weimar, 27, p. 443 – cfr. op. cit., p. 441).

Todas esas demencias explican que Lutero llegase al frenesí del orgullo satánico, diciendo de sí mismo: “¿Este Lutero no os parece un hombre extravagante? En cuanto a mí, pienso que él es Dios. Si no, ¿como tendrían sus escritos y su nombre el poder de transformar mendigos em señores, asnos en doctores, falsificadores en santos, lodo em perlas?” (Ed. Wittemberg, 1551, t. 4, p. 378 – cfr. op. cit., p. 190).

En otros momentos, la opinión que Lutero tenía de sí mismo era mucho más objetiva: “Soy un hombre expuesto y envuelto en el mundo, en la crápula, en los movimientos carnales, en la negligencia y en otras molestias, a las que vienen a juntarse las de mi propio oficio” (“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, 1, p. 232 – cfr. op. cit., p. 198). Excomulgado en Worms en 1521, Lutero se entregó al ocio y la molicie. Y el 13 de julio escribió a otro prócer protestante, Melanchton: “Yo aquí me encuentro, insensato y endurecido, establecido en el ocio, ¡oh dolor!, rezando poco, y dejando de gemir por la Iglesia de Dios, porque en mis carnes indómitas ardo en grandes llamaradas. En suma, yo que debo tener el fervor del espíritu, tengo el fervor de la carne, de la lujuria, de la pereza, del ocio y de la somnolencia"(“Briefe, Sendscheiben und Bedenken”, ed. De Wette, 2, p. 22 – cfr. op. cit. p. 198).

En un sermón predicado en 1532: “en cuanto a mí, confieso –y muchos otros podrían sin duda hacer igual confesión– que soy descuidado tanto en la disciplina como en el celo, soy mucho más negligente ahora que bajo el papado; nadie tiene ahora por el Evangelio el ardor que se veía otrora” (“Saemtliche Werke”, ed. de Plochman-Irmischer, 28 (2), p. 353 – cfr. op. cit. p. 441).

* * *


¿Qué de común se puede encontrar, pues, entre esta moral, y la de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana?

Vea también: La imposible “rehabilitación” de Lutero – I

(*) Publicado en la “Folha de S. Paulo”, 27 de diciembre de 1983.

 

Incomprensible y desconcertante

Que Martín Lutero fue un gran malhechor, está fuera de duda. Lo era desde su ingreso a la Orden de San Agustín, no por vocación, sino huyendo de la policía después de haber asesinado en duelo a un compañero de estudios: “Me hice monje para que no me pudieran encarcelar”, reconoció [1].

Su rebelión contra la Iglesia, además de provocar guerras de religión que devastaron Europa durante más de 150 años, arrebató del redil de San Pedro a la mayoría de las poblaciones del centro y norte europeo. Una parte considerable de estas pudo después ser recuperada, gracias al esfuerzo sin medida de grandes santos, entre ellos numerosos jesuitas: San Pedro Canisio, San Roberto Belarmino. el siervo de Dios Pedro Skarga y muchos otros.

Los incalculables daños causados por Lutero a la Iglesia y la cristiandad explican por qué místicos como San Pío de Pietrelcina o la bienaventurada Sor María Serafina Micheli, favorecidos con visiones sobrenaturales, dieron por cierta su condenación eterna. Él mismo la vaticinó, al decir: “Confieso que mi vida es cada vez más próxima del infierno. Día tras día me vuelvo más abyecto” [2].

Nadie hubiera imaginado, por eso, que una tosca escultura representando a Lutero llegaría a ser expuesta en la propia sede del Papado. Pero lo inimaginable sucedió. Fue el día 13 de octubre pasado, 99° aniversario del mayor acontecimiento religioso del siglo XX, la sexta y última aparición de Nuestra Señora en Fátima. Ese día no se conmemoró a la Virgen en el Vaticano, pero sí se conmemoró a Lutero, enemigo declarado de su culto: en el aula Pablo VI el propio Papa Francisco, también él jesuita, se mostró saludando sonriente a una delegación luterana, bajo la égida tutelar de una horrible estatua del heresiarca teutón, como ajeno al escándalo que la escena causaría en el mundo católico.

¿Qué dirían de esta escena San Ignacio de Loyola y tantos héroes de la fe jesuitas —entre los cuales numerosos mártires víctimas del odio protestante— que ofrendaron sus vidas por rescatar naciones enteras de la herejía luterana?







[1Dietrich Emme, Weshalb wurde Martin Luther ein Mönch?, in “MDR-Monatsschrift für Deutsches Recht”, 32. Jg., 5/1978, pp 378-380.

[2Citado en in Wilhelm Martin Leberecht de Wette, Luther, M., Briefe, Sendschreiben und Bedenken vollständig Gesammelt, Berlín, 1825-1828, I, p. 323.





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