UN “FLASH” DE NOBLEZA Y ESPÍRITU DE CABALLERÍA

Así murió Bayard...

Marcel Brion - Revista “Historia”, París, N° 329, abril de 1974

En el año 1524 entró en Italia un ejército francés, enviado por el rey Francisco I para enfrentar a una coalición ítalo-española que, bajo las banderas del Emperador Carlos V, congregaba a los mejores soldados de la época. En las filas francesas se destacaba el famoso Pierre Terrail, Señor de Bayard, llamado “el buen Caballero sin miedo y sin reproche”, y considerado el más valiente y virtuoso guerrero de su tiempo. El lado imperial era comandado por otro gran guerrero, el joven Don Francisco Fernando de Ávalos, Marqués de Pescara, y en sus heterogéneas filas combatían también mercenarios protestantes alemanes y un despreciable príncipe francés, el Condestable de Borbón, que por una cuestión de amor propio había roto el juramento de fidelidad a su rey, pasándose al emperador alemán.

Obligado por superioridad española a organizar una retirada en la ciudad de Ravisengo, Bayard se lanzó contra el enemigo para salvar algunas vitales piezas de artillería, junto a su amigo Jean de Chabannes, Señor de Vandenesse. En ese momento ambos fueron alcanzados por disparos de arcabuz. Lo ocurrido entonces dio lugar a una de las manifestaciones más expresivas del espíritu caballeresco cristiano que animaba a la nobleza de la época. Así lo relata el historiador Marcel Brion:

Estadua de Bayard, St. Anne d’Auray (Bretaña), Francia

Dos tiros de arcabuz

¡Ah! Los tiradores vascos eran excelentes. Dos tiros simultáneos. Uno mató a Vandenesse instantáneamente. El otro alcanzó a Bayard y le quebró la columna vertebral. —¡Jesús!— gritó, agarrándose del arzón de su silla para no caer del caballo. Aquellos que lo rodeaban le oyeron exclamar: —¡Ay! ¡Dios mío, voy a morir!

Corrieron a auxiliarlo, pero todo socorro humano era ya impotente. Sintiendo que sus fuerzas lo abandonaban, Bayard sacó su espada que hacía tanto tiempo que lo acompañaba en todas las campañas y que había luchado tan bien por Francia, la irguió, la contempló, después besó la cruz que formaba el puño, como si quisiese asociar, en este gesto, la devoción que tenía hacia Nuestro Redentor y el amor por el arma del caballero.

Miserere mei Deus, secundum magnam misericordiam tuam — Tened compasión de mí Señor, según vuestra gran misericordia, añadió. Repentinamente calló. Estaba mortalmente pálido y oscilaba en la silla. Un joven que le servía de ordenanza, lo ayudó a bajar del caballo. Era un delfinense, Jacques Joffrey, que hacía mucho lo servía fielmente y lo escoltaba en todas sus aventuras.

Bayard reabrió los ojos. Con un gesto señaló un roble que se veía cercano e indicó que quería reposar a la sombra del árbol venerable. — Quiero recostarme mirando de frente a mis enemigos, — murmuró —; yo nunca les di las espaldas y, por mi honor, no quiero hacerlo ahora.

Jean de Diesbach, el jefe de los lansquenets [lanceros de infantería], se aproximó suplicando a Bayard que se echase a la camilla que los soldados habían confeccionado con sus lanzas; pero él se rehusó.

Las aventuras habían acabado. Ahora las bellas cabalgatas y las nobles batallas serían para otros. Bayard quiso morir en paz, cara a cara con Dios. — Dejadme, os lo pido, hacer un examen de conciencia; sacarme de aquí no servirá más que para abreviar cruelmente mi vida; a cada movimiento que hago, siento todos los dolores que un hombre puede sentir; la muerte está llegando.

Jacques Joffrey lloraba arrodillado junto a su jefe. Bayard sonrió y acarició la cabeza que se inclinaba hacia él: —Jacques, amigo mío, seca esas lágrimas; es voluntad de Dios que yo deje este mundo. Por su gracia yo estuve en él mucho tiempo y recibí bienes y honores inmerecidos. La única cosa que lamento es no haber cumplido mi deber tan bien como debería. Si viviese más tiempo, corregiría las faltas pasadas; pero ya que es así, suplico a mi Creador, por su infinita misericordia, que tenga piedad de mi pobre alma. Tengo confianza en su perdón y que por su grande e incomprensible bondad, no usará conmigo su justicia rigurosa.

A lo lejos aparecieron batallones españoles dirigiéndose al galope en dirección al grupo que rodeaba el roble. Para evitar a sus compañeros la vergüenza de caer en manos del enemigo, Bayard les suplicó que se apartasen, pero ellos no quisieron.

El buen caballero pidió entonces a su ordenanza que lo oyese en confesión, pues allí no había sacerdote que pudiese escuchar sus faltas y darle la absolución. Como tampoco había notario al cual dictar sus últimas voluntades; fue al preboste de París, d´Alègre, a quien confió su testamento, rápidamente formulado. Él no tenía muchos bienes que legar, y todo cuanto poseía lo dejó a su hermano Georges du Terrail.

Cuando estuvieron ordenados sus asuntos y se había reconciliado con Dios, apartó suavemente a los que lo rodeaban: — Señores, os lo suplico, idos; de lo contrario caeréis en manos de los enemigos y esto no me será de ningún provecho porque me sentiré culpable. Adiós, mis buenos señores y amigos, yo os encomiendo mi pobre alma. Yo os suplico señor d´Alegre, que saludéis de parte mía al rey, nuestro señor. Decidle cuánto lamento no haber podido servirlo por más tiempo y de la manera que tanto me agradaría. Saludad también a los señores príncipes, a todos mis compañeros y a todos los gentilhombres del muy honrado reino de Francia, cuando los viereis.

Ellos insistían en quedarse, pero él los repelió con una afectuosa insistencia; y como ellos intentaron resistir, les hizo un gesto: os lo ordeno. Dócilmente se despidieron de él. Entre lágrimas le besaron las manos, mientras aumentaba el número de caballeros enemigos. Se veía el brillo de los cascos y el movimiento de los estandartes.

Joffrey quedó solo junto a él. Bayard, exhausto, cerró los ojos. El viento agitaba las ramas del roble. Cuando los lamentos y gemidos cesaron, los pájaros volvieron a cantar.

El caballero va a morir

Cuando Bayard reabrió los ojos, un caballero cubierto de espléndida armadura, refulgente de sedas y penachos, estaba frente a él. Bayard sonrió. Era un adversario digno de él, un valiente soldado, un gran estratega: el Marqués de Pescara.

El general español estaba admirado de ver a un hombre reclinado sobre un tronco junto al cual lloraba como un niño. Cuando reconoció al “caballero sin miedo y sin tacha”, el marqués se apeó rápidamente y se le aproximó, lleno de respeto y compasión.

— ¡Pluguiese a Dios, gentil señor de Bayard, que aunque costase la cuarta parte de mi sangre, yo os hiciese prisionero mío en buena salud! Porque, por el trato que se os daría, conoceríais en cuán alta cuenta tengo vuestras cualidades. ¡Desde que empuñé las armas, no he oído hablar de caballero que, en virtudes, se aproxime de vos!.

Así hablaba él por causa de la gran fama que Bayard había conseguido con valor y dedicación, lo que obligaba a sus propios enemigos a admirarlo y amarlo.

— Yo debería estar muy aliviado de veros así —dijo aún el marqués—, sabiendo bien que en las guerras el Emperador, mi señor, no tiene enemigo mayor ni más feroz. Sin embargo, cuando considero la enorme pérdida que hoy sufre la caballería, Dios es testigo si no es verdad que yo preferiría dar la mitad de lo que poseo para que tal cosa no suceda. Mas como para la muerte no hay remedio, pido a Aquél que nos creó a su imagen que se digne llevar vuestra alma junto a Él.

Enseguida le insistió que se dejase llevar a su casa, asegurándole que sus cirujanos lo tratarían tan bien que él se curaría, pero Bayard sonrió al oír esas palabras. Él había escuchado el llamado de la muerte, lista para conducirlo al paraíso de los soldados valerosos.

Jamás un gentilhombre usó fórmulas tan amables e insistentes para atraer a su casa a un noble huésped. Bayard sabía que Pescara era sincero y que sería tratado como caballero por este enemigo generoso. Pero es pérdida de tiempo disputar con la muerte un cuerpo sobre el cual ella ya colocó su mano. Sólo cuenta el alma, y ésta es de Dios.

—Dejadme en este campo donde combatí — respondió simplemente el moribundo — para morir como soldado, como siempre deseé.

Pescara accedió. Para atender a los deseos del caballero hizo armar su propia tienda alrededor del árbol, preparó un lecho y en él colocó con sus propias manos al enemigo herido. Allí entonces ya no estaban dos soldados rivales sirviendo a causas opuestas, sino dos caballeros fraternalmente unidos por el ritual de la caballería, animados por el mismo ideal, que los azares de la vida habían llevado a combatirse mutuamente, aunque estuviesen hechos para comprenderse y estimarse.

Bayard no quiso recibir a los médicos que se presentaron para tratarlo. Acogió devotamente al capellán del marqués, al cual renovó su confesión hecha minutos antes a Joffrey. Después pidió que lo dejasen solo.

Mientras él se recogía, el Marqués organizó a su ejército en orden de desfile. Las órdenes de mando resonaban de un extremo a otro del escuadrón, se oía el galope de los caballos, el redoble de los tambores, el sonar de las trompetas. Todos esos sonidos familiares fluctuaban alrededor del agonizante.

De repente una gran fanfarria retiñó acompañando el paso cadenciado de los caballos y la marcha pesada de los lansquenets. El ejército español desfilaba ante el caballero moribundo, inclinando sus estandartes en el momento en que pasaban por el roble. Así era el último adiós de Pescara, el último homenaje de un bravo prestado a otro bravo.

— Francia no sabe lo que pierde hoy en este buen caballero, decía Francisco de Ávalos, antes de despedirse de él.

La noche caía. El rumor del ejército en marcha se extinguía a lo lejos. Nuevamente la calma del crepúsculo y el silencio rodeaban el roble. Bayard rezaba.

Último encuentro

Una voz lo arrancó de su meditación. Una voz familiar.

— ¡Ah, capitán Bayard, a quien siempre estimé por su bravura y lealtad, lamento mucho veros en este estado!.

El rostro de Bayard se tornó triste y severo. ¡¿Por qué ser perturbado por tal hombre en tal momento?! El condestable de Borbón estaba ante él. En su mirada había una sincera compasión y también una admiración sincera; y talvez remordimiento.

El momento no era apropiado para explicaciones. Bayard no quería saber las razones que habían llevado a este hombre a combatir en un ejército extranjero contra su rey. Sin duda Borbón vino a justificarse, a explicar, pero Bayard no quería oírlo. Él no quería saber sobre las crisis de conciencia que lo habían impelido, sobre el ideal quebrantado, sobre una noción más o menos quimérica del honor y de los deberes de soldado.

Para Bayard, esclavo de la disciplina, ninguna contestación era posible. Cuando el rey ordenaba, se obedecía al rey, y no se pensaba en saber si el Almirante Bonnivet era un incapaz y un intrigante; el rey lo había escogido...

Borbón esperaba una palabra: un juicio o un perdón. Él quería partir absuelto por este hombre de honor. Pero Bayard desdeñó discutir. ¿Por qué perder su último aliento en cuestiúnculas de política o de psicología?

— Señor, yo os agradezco. No tengáis piedad de mí, que muero como hombre de bien, sirviendo a mi rey, sino de vos, que empuñáis armas contra vuestro príncipe, vuestra patria y vuestra Fe.

Dicho esto calló y nada más dijo. Él ya estaba por encima de las vanas querellas humanas, de ambiciones y de intereses, de guerras absurdas, de intrigas mezquinas, de matanzas inútiles. Bayard ahora le pertenecía a Dios. Sus últimos pensamientos se dedicaron, por tanto, a Él. A medida que se apartaba de la tierra, se aproximaba de la pura luz de la Verdad suprema, de las certezas definitivas. Rezaba.

— Dios mío, Vos que dijisteis, yo lo sé, que aquél que se volviese hacia Vos, aunque pecador, estaríais siempre dispuesto a recibirlo y perdonarlo. ¡Ah, Dios mío, Creador y Redentor, yo os he ofendido gravemente durante mi vida y me arrepiento de todo corazón! Reconozco que si me retirase por mil años al desierto viviendo a pan y agua, aún no sería bastante para entrar en vuestro reino del paraíso, si por vuestra grande e infinita bondad no os dignaseis recibirme; porque nadie puede merecer en este mundo tan alta recompensa. Padre mío y Salvador mío, os suplico que no consideréis las faltas que cometí. Juzgadme según vuestra gran misericordia y no según los rigores de vuestra justicia.

El sol desapareció. La noche cayó. La oración de Bayard se interrumpió. El “Caballero sin miedo y sin reproche” había entrado en la paz de Dios.

Estatua representando la muerte de Bayard en Grenoble, Francia










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