¿Vuelta a la Torre de Babel?
No es de este mundo la concordia sin mancha, la perfecta y eterna paz entre todos los hombres, todas las naciones y todas las doctrinas, la felicidad total. En esta tierra de exilio, las carencias, las disensiones, las catástrofes son inevitables. Y una visión cristiana de la vida lleva, al mismo tempo, a circunscribirla en cuanto sea posible, y a resignarse a ellas porque son inevitables.
Esta dura lección, tan ingrata al neopagano de nuestros días, la recuerdo en un texto áureo de San Luis María Grignion de Montfort, el incomparable apóstol de la devoción a la Santísima Virgen.
Disertando sobre la eterna lucha entre la Virgen y la serpiente, nos muestra la vida de los pueblos antes que nada como una grandiosa, trágica e incesante guerra entre la verdad y el error, el bien y el mal, lo bello y lo feo. Batalla ésta sin la cual la existencia terrena del hombre, despojada de su significado sobrenatural, perdería su dignidad.
Comentando las palabras del Génesis (3,15): “Pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la descendencia de ella. Ella te pisará la cabeza, y tu armarás traiciones contra su talón” , observa con profundidad el gran santo: “Una única enemistad Dios promovió y estableció, enemistad irreconciliable, que no sólo ha de durar, sino aumentar hasta el fin: la enemistad entre María, su digna Madre, y el demonio; entre los hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y secuaces de Lucifer; de modo que María es la más terrible enemiga que Dios armó contra el demonio” (cf. Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, Nº 52).
Y pasa en seguida a describir la gran guerra que divide al hombre inexorablemente, hasta el fin de la Historia. Tal guerra no es sino un prolongamiento de la oposición entre la Virgen y la serpiente, entre la progenitura espiritual de aquélla, y la progenitura espiritual de ésta: “Ya desde el paraíso le inspiró tanto odio contra ese maldito enemigo de Dios, le dio tanta sagacidad para descubrir la malicia de esa antigua serpiente y tanta fuerza para vencer, abatir y aplastar a ese orgulloso impío, que el temor que María inspira al demonio es mayor que el que le inspiran todos los ángeles y hombres y, en cierto sentido, el propio Dios” (op. cit., Nº 52).
Dentro de este cuadro, la “clemens, pia, dulcis Virgo Maria” que el doctor melifluo, San Bernardo, cantó con tal suavidad en la Salve Regina, nos es presentada por San Luis Grignion como una verdadera torre de combate (Turris davidica, exclama la letanía lauretana).
A lo largo de la Historia, los hijos de Nuestra Señora batallarán hasta el fin del mundo contra los hijos de Satanás. Y la victoria final será de los primeros, por la interferencia de la Madre de Dios: “Dios no puso solamente una enemistad sino enemistades, y no sólo entre María y el demonio, sino también entre la descendencia de la Virgen y la del demonio. Es decir, Dios estableció enemistades, antipatías y odios secretos entre los verdaderos hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y esclavos del demonio. No hay entre ellos la menor sombra de amor, ni correspondencia íntima existe entre unos y otros. Los hijos de Belial, los esclavos de Satanás, los amigos del mundo (pues es la misma cosa), siempre persiguieron hasta hoy y perseguirán en el futuro a aquellos que pertenecen a la Santísima Virgen, como otrora Caín persiguió a su hermano Abel, y Esaú, a su hermano Jacob, figuras de los réprobos y los predestinados. Pero la humilde María será siempre victoriosa en la lucha contra ese orgulloso, y tan grande será la victoria final, que llegará al punto de aplastarle la cabeza, donde reside todo su orgullo. Ella descubrirá siempre su malicia de serpiente, desvendará sus tramas infernales, desvanecerá sus consejos diabólicos, y hasta el fin de los tiempos amparará a sus fieles servidores contra las garras de tan cruel enemigo” (op. cit., Nº 54).
Del mismo modo, nuestros días también han sido, son y serán sacudidos por ese entrechoque terrible, que no se confunde necesariamente con las guerras del siglo, pero tiene alguna relación con ellas. Y sobre todo tiene una relación obvia con las incontables revoluciones que han sacudido al Occidente, como fue predicho por Nuestra Señora en Fátima.
La supresión de esa lucha por una reconciliación ecuménica entre la Virgen y la serpiente, entre la raza de la Virgen y la raza de la serpiente, rumbo a una era en la cual la cesación utópica del entrechoque acarree una composición entre todos los derechos, todos los intereses, una interpenetración de todas las lenguas bajo un gobierno universal que será sólo abundancia y despreocupación; he ahí la gran utopía contra la cual las masas se deben precaver. Es el regreso (o antes, el retroceso) a la orgullosa torre de Babel, que de todos los modos el neopaganismo intenta re-erguir. Es la bandera toda tejida de ilusión y de mentira con la que, en todas las épocas, los demagogos intentan arrastrar a las masas insurrectas.
Extractos del artículo publicado en la “Folha de S. Paulo” , el 12 de agosto de 1980
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