Fallecimiento de Isabel II

¿Por qué la monarquí­a británica causa embeleso?

El sensible fallecimiento de la reina Isabel II hizo que el mundo vuelva sus ojos a Inglaterra, como en muchas otras ocasiones. No hay como negarlo: Además de la atracción suscitada por el ilustre personaje, las ceremonias monárquicas ”y en especial las británicas” cautivan a legiones de personas sedientas de algo superior que les saque, aunque sea momentáneamente, de la banalidad de la vida diaria.

Cuando Isabel aparecí­a en el balcón del Palacio de Buckingham, grandes multitudes de toda condición se extendí­an hasta donde podí­a alcanzar la vista y la aclamaban con vehemencia. ¿Qué presidentes podrí­an reclamar tal devoción y popularidad, máxime después de un gobierno de siete décadas?

Es verdad que la reina tuvo sus defectos. Al recordarla, algunos le critican ciertas decisiones polí­ticas. Otros señalan cosas deplorables que ocurrieron bajo su reinado o el comportamiento escandaloso de miembros de la familia real. No falta quienes mencionan páginas vergonzosas de la historia inglesa, en especial la apostasí­a y sus graves consecuencias de todo orden. Por nuestra parte, lamentamos que haya omitido el grave deber de luchar para impedir que sus reinos sean arrastrados por la descomposición moral que avasalla al mundo.

¿Por qué Isabel II fue tan admirada?

Dicho esto, queremos en este artí­culo mirar más allá de la persona y la mujer polí­tica, concentrándonos en su papel simbólico; aquél que la hizo tan querida de su pueblo y tan admirada por el mundo.

En los sublimes momentos de contacto con el público, se podí­a vislumbrar un brillo que trascendí­a a su persona. Los británicos contemplaban en ella un sí­mbolo brillante de su gloria nacional.

En efecto, Isabel II no fue célebre por la formulación de polí­ticas públicas o agendas polí­ticas. Sin embargo, sabí­a cómo dar expresión a varias cualidades, virtudes y convicciones que el pueblo británico necesitaba. Por ello, se la recordará más como una reina ideal que como la persona que realmente fue.

Y es que ella logró ser vista como monarca arquetí­pica, una especie de Gran Madre que infundí­a respeto y admiración a la vez que cariño. Su presencia sirvió para unir a naciones que, de alguna manera, se sentí­an hijas suyas. Para éstas, fue casi como una reina de cuento de hadas que les cautivaba la imaginación. Ese fue su papel más importante.

Por voluntad divina, los pueblos necesitan conductores

Para comprender mejor dicho papel, veamos rápidamente algunas nociones de filosofí­a católica que la Revolución Francesa casi logró sepultar en el olvido.

Dios ha creado a los seres humanos para vivir formando sociedades, pero además ha dispuesto que seamos muy distintos en talentos y criterios. Difí­cilmente conseguimos conducirnos establemente hacia el bien común sin gobernantes que establezcan el orden, tomen las decisiones más importantes y nos encaminen en ese sentido. De ahí­ resulta obvio que es voluntad divina que haya autoridades con capacidad de hacerse obedecer. En otras palabras, la autoridad en sí­ viene de Dios, sea cual sea su origen inmediato.

Esto es tan cierto que, por ejemplo, S. S. León XIII escribió en su encí­clica Diuturnum Illud: “Negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad polí­tica es arrancar a esta toda su dignidad y todo su vigor. En cuanto a la tesis de que el poder polí­tico depende del arbitrio de la muchedumbre, en primer lugar, se equivocan al opinar así­. Y, en segundo lugar, dejan la soberaní­a asentada sobre un cimiento demasiado endeble e inconsistente. Porque las pasiones populares, estimuladas con estas opiniones como con otros tantos acicates, se alzan con mayor insolencia y con daño de la República se precipitan, por una fácil pendiente, en movimientos clandestinos y abiertas sediciones” .

Los pueblos necesitan que la autoridad se revista de dignidad y sea un sí­mbolo de sus valores

Los que están investidos de la suprema autoridad ejercen su misión con dignidad y majestad intrí­nsecas. Ahora, conviene que su cargo y mando estén rodeados de ceremonia y esplendor para reflejar mejor el origen divino de la autoridad, la grandeza de la nación, así­ como la cultura y valores de su pueblo.

Una manera de hacerlo es usar objetos que el arte humano elabora usando los materiales bellos que Dios puso en la naturaleza. Otra, concomitante, es elaborar ritos que cultivan una atmósfera de respeto y elevación, y que suelen perfeccionarse a lo largo de las generaciones.

Con ello, los hombres se forman en la verdad y la belleza, en el amor a la sublimidad, a la jerarquí­a y al orden que, en el universo, reflejan la perfección de Aquél que lo creó con infinita Sabidurí­a. Es el admirable poder pedagógico de los sí­mbolos.

Los sí­mbolos e ideales son necesarios porque nos permiten imaginar un mundo superior, un mundo como deberí­a ser. Nos dan una meta a la cual aspirar, aunque seamos conscientes de que nunca la alcanzaremos, debido a nuestra naturaleza caí­da y a las limitaciones de la realidad.

La monarquí­a británica ha sabido representar la majestad cristiana

A algunos chocará el subtí­tulo que acaban de leer. Sin embargo, en general, y en el sentido que venimos explicando, la monarquí­a británica ha estado a la altura de su papel de sí­mbolo e influye sobre los estándares de excelencia. La familia real refleja siglos de buen gusto, refinamiento, buenos modales y civismo, que se originaron cuando Inglaterra era católica, antes de la execrable apostasí­a que dio nacimiento al anglicanismo. Por ello, fácilmente el público los ve como los reyes y prí­ncipes que todos imaginan y desean, en vez de las personas que realmente son.

Esa es, a nuestro juicio, la causa del embeleso que la corona inglesa y sus ceremonias ejercen sobre el mundo.

La Reina, el Duque de Edimburgo y sus hijos reciben los aplausos del pueblo. Siglos de buen gusto y finura, originados antes de la apostasía, prepararon esa magnificencia en las ropas y adornos, así como la perfecta estilización de actitudes, que simbolizan el origen divino del poder y la grandeza de su nación.

Isabel ejerció su autoridad con majestad calma y benévola, con afabilidad, distinción y gracia femenina. De hecho, su reinado representó los restos de la pompa medieval que dieron a su cargo autenticidad, brillo, vigor y dignidad. Ella recordaba al mundo una esplendorosa civilización cristiana, que es rechazada por la vulgaridad y el igualitarismo modernos.

La reina se sacrificó a sí­ misma viviendo a la altura de la dignidad y majestad de su cargo. Llenó su reinado de belleza y estabilidad. Hasta los últimos dí­as de su vida, desempeñó sus funciones con abnegación, solicitud y afecto que conmoví­an a sus súbditos.

Pueblos huérfanos de lí­deres

Este esplendor contrasta con la demagogia de los lí­deres ”muchas veces bufonescos” que parecen caricaturas de la autoridad. No asumen que el poder viene de Dios sino de la voluntad popular ”y sus caprichos.

La posmodernidad igualitaria en que vivimos detesta todo lo que representaba la reina. Los polí­ticos de hoy no quieren asumir la ardua tarea de ser sí­mbolos. Ya no son capaces de representar las sublimes aspiraciones de sus respectivos pueblos ni quieren hacer gala de la majestad y dignidad de sus cargos. Y cuando intentan hacerlo, lo hacen como advenedizos improvisados, cuando no se imponen como tiranuelos.

La reina se destacó porque pocos son los lí­deres de hoy que piensan más allá de sus propios intereses. Los pueblos quedan como huérfanos dentro de un orden polí­tico mundial que no los representa ni les ofrece ideales sublimes. En todas partes, muchas personas anhelan esos sí­mbolos e ideales que dan propósito a la vida polí­tica y social.

Lamentablemente, hay indicios de que algunos miembros de la realeza británica supervivientes no están a la altura de la dedicación y excelencia de Isabel II. Por su parte, el nuevo rey, S. M. Carlos III, ya anunció que simplificará las ceremonias de la Corona. Veremos cómo se concretará esto y cómo repercutirá en la devoción popular.

Reina más allá del Reino Unido

Todos aquellos huérfanos de la sublimidad podí­an considerar a Isabel su reina. En un mundo lleno de vulgaridad y narcisismo, siempre podí­an mirar hacia ella y pedir que Dios salve a la Reina, esa reina arquetí­pica que representaba un mundo esplendoroso y digno. La reina fue amada y estimada mucho más allá del Reino Unido y de los 2300 millones de habitantes de la Commonwealth.

Así­ pues, el pasado 8 de setiembre no sólo falleció la soberana del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y de otros reinos como Canadá, Australia o Nueva Zelanda. Murió también un sí­mbolo mundial del orden ”si bien imperfecto” en un mundo sumido en el caos y el desorden.

Ha desaparecido un gran pilar de la dedicación, la gracia y la majestad, y no hay quien ocupe su lugar. Tal vez sea cierto lo que dicen algunos: ha caí­do el último pilar del orden de la posguerra. Con Isabel, una era ha terminado.

Reacciones en las calles por el deceso de Isabel II (subtí­tulos en castellano activables).

Artí­culo basado principalmente en apreciaciones de Plinio Corrêa de Oliveira y John Horvat.











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