EL ZUAVO SEVILLA

Un Cruzado pontificio peruano

Por José Antonio Pancorvo

Cuando en la convulsionada Europa de 1860-1870 la ambición de algunos, unida al fanatismo anticatólico de otros, atropellaba los Estados Pontificios violando todo derecho, una llamarada de indignación se levantó entre los mejores católicos del mundo. Y una ola de voluntarios, especialmente de la Nobleza europea, llegó a Roma a prestar su tributo de sangre en defensa de la Santa Sede. Eran los herederos de los antiguos Cruzados, que renovaron una vez más las proezas de la Caballerí­a cristiana.

Su padre amenazó desheredarlo, pero fue en vano: José tenía alma de Cruzado, y pronto vistió el uniforme de Zuavo pontificio.

Agresión laicista contra el Patrimonio de San Pedro

Como se sabe, los Doctores de la Iglesia han comentado que los clérigos representaban, en la Cristiandad, a la misericordia, y los caballeros de las Ordenes militares, a la justicia. Virtudes ambas necesarias y complementarias. En ese espí­ritu, pues, que siempre se renueva con perenne fuerza, los llamados ultramontanos, defensores de Pí­o IX, realizaron la epopeya más desinteresada y elevada del siglo XIX: la defensa armada del Papa como Soberano de los Estados Pontificios.

Largo serí­a exponer todo el fundamento histórico y jurí­dico de aquella original entidad ”tan conveniente incluso para la independencia espiritual de la Iglesia” que fueron los Estados del Papa, Patrimonio de San Pedro, especialmente desde la época de Carlomagno, quien depositó las copias de su fundación dentro del sarcófago del Pescador. Las Encí­clicas de Pí­o IX y otros documentos de la época lo explican perfectamente.

El laicismo ateo de la Revolución Francesa, negando el origen divino de la autoridad temporal, no podí­a tolerar la supervivencia de los milenarios Estados Papales. Y Pí­o IX era particularmente odiado por los revolucionarios, porque combatí­a muy resueltamente tanto los errores iluministas y socialistas como al liberalismo católico, y porque definió dogmas considerados extremadamente “reaccionarios” : la Inmaculada Concepción y ” bajo determinadas condiciones ” la Infalibilidad pontificia. De ahí­ la guerra que los carbonarios, apoyados por Bismarck y por corrientes revolucionarias internacionales, declararon al Papa so pretexto de unificar el territorio italiano.

El heroí­smo de un caballero peruano

En el Perú, los corifeos del liberalismo aplaudí­an ”en pos ellos también de aplausos” ese sacrí­lego atropello. Pero un caballero peruano no sólo se indignó nominalmente, sino que fue a Roma a defender al Papa con las armas: José del Carmen Sevilla.

Nació en 1844 en San Pedro de Lloc, nada le faltaba para tener un porvenir brillante según el mundo. Su padre era uno de los peruanos más acaudalados de la época. Poseí­a una fortuna evaluada en cinco millones de dólares de ese entonces (equivalentes a más de cien veces esa cifra, en dólares actuales). Al saber que su hijo habí­a decidido tomar las armas en defensa del Papa, amenazó desheredarlo.

Pero fue en vano: José tení­a alma de Cruzado. Antes de los veinte años vestí­a el famoso uniforme de zuavo, que se originó en las guerras argelinas del brillante rey Carlos X de Francia (1824 ” 1830), y que fue adoptado por los voluntarios papales. Este uniforme sugerí­a agilidad y arrojo indomables, propio para los guerreros católicos. Sevilla estuvo en las batallas de Montelupiono en 1866, de Bagnorea y en la famosa victoria de Mentana en 1867. El 9 de marzo de 1869, “El Comercio” de Lima informaba que el Zuavo Sevilla habí­a sido ascendido a teniente. En más de seis años de campaña obtuvo varias condecoraciones por actos de arrojo. Su caracterí­stica espiritual fue el ardor, el hambre y sed de la justicia.

Zuavos pontificios repelen al invasor Garibaldi y sus "camisas rojas" (Lionel Royer, "La Batalla cerca de Mentana", óleo sobre lienzo).

El último acto heroico

El diario ”¹”¹La Bolsa”º”º de Arequipa, en la época de la caí­da de Roma, relata una anécdota muy significativa: Estaban ya las ingentes fuerzas enemigas en las afueras de la Urbe, y las tropas francesas hací­a tiempo habí­an abandonado el campo en virtud de la polí­tica oportunista ”fatal para él” de Napoleón III.

Entonces el Santo Padre entregó Roma para evitar esfuerzos totalmente inútiles. Resignado a cesar el combate, el Teniente Sevilla realizó sin embargo un último acto heroico. Se hallaba en su puesto de jefe, en lo alto de la torre del Castillo de Sant”Angelo, donde flameaba la bandera pontificia. Mandó arriar la enseña, y ante el escaso número de circunstantes partióla en pedazos, diciendo: “Tenga cada uno de Uds. un jirón de esta bandera; guárdenla como un sí­mbolo hasta el dí­a en que volvamos acá, a izarla de nuevo” .

El noble gesto trasluce la luz primordial del peruano: esa forma de caballerosidad iluminada, como la describe el Profesor Plinio Correa de Oliveira, por el trinomio Grandeza-Señorí­o-Santidad.

Batallando por el catolicismo peruano

Después de la guerra el héroe regresó a Lima, dedicándose a minas. Pero la llama de su caballerosidad católica no se apagó.

Falleció su padre, dedicó lo poco que heredó a costear un sinnúmero de obras religiosas, como la difusión del catecismo de Santo Toribio, así­ como folletos masivos con las biografí­as compendiadas del mismo santo Arzobispo, de Santa Rosa y de San Francisco Solano.

José del Carmen Sevilla estuvo siempre en la primera lí­nea del catolicismo ultramontano del Perú. Participó de la fundación de la Unión Católica, y en las restauraciones de la Tercera Orden dominicana y de las congregaciones del Rosario. Colaboró con la reforma de los dominicanos llevada a cabo por el Padre Nardini. Fue quizá el primer responsable de la restauración de la enseñanza religiosa en los colegios, causa que promovió con su aguda y culta pluma, con valentí­a pareja a la mostrada en los campos de batalla. Con sus escritos de imbatible lógica, logró que se autorizara la creación de un convento en Puno.

Ejemplar luchador y hombre de acción

Era aún joven cuando su Patria estuvo en guerra, y Sevilla no se sustrajo a sus deberes. Participó de varias batallas y financió desinteresadamente la organización de un batallón, sin reclamar por ello prerrogativas de mando. Cesado el conflicto promovió varias acciones de carácter cí­vico, entre ellas la colonización del rí­o Morona por inmigrantes católicos europeos, proyecto en el cuál se habí­a empeñado personalmente en Europa y que no se llegó a realizar por la renuencia de un gobierno de estrecha visión.

Volvió a Roma en tiempo de San Pí­o X (1903-1914), con quien se entrevistó. El santo Papa conservaba una fotografí­a del cruzado peruano, en cuyo dorso escribió: Pro Petri Sede sanguinem effundit, “Derramó su sangre por la Sede de Pedro” .

San Pío X conservaba una copia de esta fotografía, al dorso de la cual escribió: "derramó su sangre por la Sede de Pedro".

José del Carmen Sevilla falleció en 1913, cuando se aproximaba a los 70 años. Numerosas personalidades eclesiásticas, militares y vinculadas al partido católico, asistieron al sepelio. Entre otros el Rector del Seminario de Santo Toribio y después Arzobispo de Lima, Monseñor Garcí­a Naranjo; Melitón Carbajal, los hermanos Herrera, sobrinos de Bartolomé Herrera; el escritor católico Fausto Ortiz de Zevallos; Francisco Moreyra y Riglos, los hermanos Augusto y Fernando Wiese, Evaristo Gómez Sánchez, importante polí­tico católico; José Tord, César A. Coloma, etc.

Todos rendí­an así­ su homenaje al varón eminente, católico ejemplar de comunión diaria y profunda devoción al Rosario, que su vigorosa Fe, por su reconocida seriedad y coherencia en la misma Fe, por su generoso desprendimiento, por su perspicacia y celo, por su patriotismo í­ntegro, por su heroí­smo en el campo de batalla, constituye un modelo cabal de lo que puede y debe ser un seglar católico.

Publicado originalmente en el boletí­n "Tradición Familia Propiedad", no. 21, Lima, octubre-diciembre de 1996. Fotos gentilmente proporcionadas por la familia del héroe.











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