LA MUERTE DEL TIRANO

Una previsión de Fidel Castro sobre su destino eterno

Alejandro Ezcurra Naón

La doctrina moral de la Iglesia enseña que a nadie, ni siquiera a los peores malhechores, se les debe desear la condenación eterna. Mucho menos la desea el supremo Juez, Jesucristo: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (S. Juan 3, 16). Es doctrina de fe que hasta el último momento de la vida Dios da al hombre la posibilidad, mediante su gracia, da arrepentirse de sus pecados y salvar su alma.

Por eso, cuando en una entrevista un periodista de un diario brasileño le hizo al profesor Plinio Corrêa de Oliveira una pregunta inesperada: ¿Quiénes se van al infierno?, el líder católico respondió de modo inmediato y concluyente: Los que se quieren ir.

Parece que esto es lo que quería Fidel Castro. Él acaba de comparecer al terrible juicio de Dios. Una declaración suya al director del canal France 2 —con blasfemia contra el Cielo incluida— muestra lo que el viejo tirano preveía sobre su destino eterno:

Fidel Castro: "Yo iré al infierno, y sé que el calor allí será insoportable"Usted sabe, yo iré al infierno, y sé que el calor ahí será insoportable, pero será menos doloroso que haber esperado tanto ese Cielo que nunca cumplió sus promesas... Y después, llegando allí encontraré a Marx, Engels, Lenín. Y también lo encontraré a usted, porque los capitalistas también van al infierno. ¡Sobre todo si desean gozar la vida!” [1].

¿Por qué preveía Fidel su condenación? Esta otra declaración suya, en la Universidad de La Habana, podría ser la respuesta: “No caeremos en el error histórico de sembrar el camino de mártires cristianos, pues bien sabemos que fue el martirio lo que dio fuerza a la Iglesia: Nosotros haremos apóstatas, miles de apóstatas [2].

Trabajar por la apostasía de los católicos, ¿no es trabajar por su propia condenación? ¿No convierte a quien se entrega a ese propósito en una prefigura del Anticristo?

No se descarta que el ex tirano vitalicio aludiera a su condenación eterna para burlarse del entrevistador. Pero su pasado criminal no autoriza mucha broma sobre el tema. Desde que inició su carrera de agitador comunista en Centroamérica, después como incendiario en el “bogotazo” de 1948, más tarde tomando el poder en Cuba (con apoyos, dígase de paso, en el Departamento de Estado norteamericano) e implantando la sangrienta dictadura que quiso a sangre y fuego sembrar de réplicas toda América Latina y hasta el África... Todo ese rastro de muerte y miseria ¿qué juicio habrá merecido del Sumo y Eterno Juez?

Por eso los elogios fúnebres al difunto tirano suenan a falsete. Vladimir Putin —sobre cuya enigmática personalidad tantos y tantos occidentales persisten en engañarse, pese a haber admitido que sigue siendo comunista— exaltó a Castro como “amigo sincero y fiable”, y “distinguido hombre de Estado”, encarnación de “los más altos ideales como político, ciudadano y patriota”. La presidenta de Chile Michelle Bachelet lo definió como “líder por la dignidad y la justicia social en Cuba y América Latina”, acaso olvidando la exportación masiva clandestina de armas rusas a su país hecha por Fidel, para facilitar un sangriento autogolpe de Allende en 1973, finalmente debelado. Mientras que en un alarde de cinismo, Lula da Silva calificó al peor dictador de América Latina como ¡luchador contra “las dictaduras” del hemisferio! Y los camaradas Maduro, Correa y Ortega unían sus voces ese coro de adulaciones póstumas que no convencen a nadie, comenzando por ellos mismos.

Pero ese coro tan estridente como falso, es inútil: la Historia no lo guardará. Como bien dijo el congresista peruano Carlos Tubino, “el sátrapa Fidel Castro, gran violador de los derechos humanos, escapó a la justicia del mundo, pero no a la de Dios” [3].

Fidel Castro humeando







[1Entrevista a Jean-Luc Mano, director de informaciones de France-2, “Paris Match”, 29-10-1994 (destaques nuestros).

[2Cfr. JUAN CLARK, Cuba: mito y realidad, Ediciones Saeta, Miami-Caracas, 1a. ed., 1990, pp. 358 y 658.





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