UNA DEVOCIÓN PARA NUESTROS DÍAS

El Sagrado Corazón de Jesús

Plinio Corrêa de Oliveira

En el mes del Sagrado Corazón, ofrecemos este artículo de Plinio Corrêa de Oliveira rebosante de fe y devoción varonil. Escrito hace 75 años, en 1941, sorprenderá a nuestros lectores por su actualidad, pareciendo hecho para los hombres de 2016, y sus reflexiones a todos servirán de edificación y aliento

Insistentemente los Santos Padres han recomendado a la humanidad que intensifique el culto que presta al Sagrado Corazón de Jesús a fin de que, regenerado el hombre por la gracia de Dios, y comprendiendo que Dios debe ser el centro de sus afectos, pueda reinar nuevamente aquella tranquilidad en el orden, de la cual más distante estamos cuanto más el mundo resbala hacia la anarquía.

Así, no podría un periódico católico dejar pasar desapercibida la fiesta que hace días transcurrió del Sagrado Corazón. No se trata apenas de un deber de piedad impuesto por el propio orden de las cosas, sino de un deber que la tragedia contemporánea torna más trágicamente apremiante.

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No hay quien no se alarme con los extremos de crueldad a que puede llegar el hombre contemporáneo. Esta crueldad no se ve apenas en los campos de batalla. Ella se manifiesta a cada paso, tanto en los grandes como en los pequeños incidentes de la vida diaria, a través de la extraordinaria dureza y frialdad de corazón con que la generalidad de las personas trata a sus semejantes.

Las madres en cuyas entrañas decrece de intensidad el amor por los hijos; los maridos que lanzan en la desgracia un hogar entero, con el único objetivo de satisfacer sus propios instintos y pasiones; los hijos que, indiferentes a la miseria o al abandono moral en que dejan a sus padres, vuelven todas sus vistas para la fruición de los placeres de esta vida; los profesionales que se enriquecen a costa del prójimo, muestran muchas veces una crueldad fría y calculada, que causa mucho más horror que los extremos de furor a que la guerra puede arrastrar a a los combatientes.

Realmente, si bien en la guerra los actos de crueldad puedan aquilatarse más fácilmente, quienes los practican tienen, si no la disculpa, al menos el atenuante de que son impelidos por la violencia del combate. Pero aquello que se trama y se realiza en la tranquilidad de la vida cotidiana no puede muchas veces beneficiarse de igual atenuante. Y esto, sobre todo cuando no se trata de acciones aisladas, sino de hábitos inveterados que multiplican indefinidamente las malas acciones.

La guerra, tal cual ella es hecha hoy, es un índice de crueldad, pero está lejos de ser la única manifestación de la dureza moral contemporánea.

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Quien dice crueldad dice egoísmo. El hombre solo perjudica a su prójimo por egoísmo, por desear beneficiarse de ventajas a las que no tiene derecho. Así, pues, el único medio de extirpar la crueldad consiste en extirpar el egoísmo.

Ahora bien, la teología nos enseña que el hombre sólo puede ser capaz de verdadera y completa abnegación de sí mismo cuando su amor al prójimo está basado en el amor de Dios. Fuera de Dios no hay, para los afectos humanos, estabilidad ni plenitud. O el hombre ama a Dios al punto de olvidarse de sí mismo, y en este caso sabrá realmente amar al prójimo; o el hombre se ama a sí mismo al punto de olvidarse de Dios, y, en este caso, el egoísmo tiende a dominarlo completamente.

Así, es sólo aumentando en los hombres el amor de Dios, que se podrá conseguir de ellos una profunda comprensión de sus deberes para con el prójimo. Combatir el egoísmo es tarea que implica necesariamente en "dilatar los espacios del amor de Dios", según la bellísima frase de San Agustín.

Pues bien, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es, por excelencia, la fiesta del amor de Dios. En ella, la Iglesia nos propone como tema de meditaciones y como objetivo de nuestras oraciones el amor tiernísimo e invariable de Dios que, hecho hombre, murió por nosotros. Mostrándonos el Corazón de Jesús ardiendo de amor a pesar de las espinas con que lo circundamos con nuestras ofensas, la Iglesia abre para nosotros la perspectiva de un perdón misericordioso y amplio, de un amor infinito y perfecto, de una alegría completa e inmaculada, que deben constituir el encanto perenne de la vida espiritual de todos los verdaderos católicos.

Amemos al Sagrado Corazón de Jesús. Esforcémonos por que esta devoción triunfe auténticamente (y no apenas a través de algunos simbolismos de la realidad) en todos los hogares, en todos los ambientes y, sobre todo, en todos los corazones. Sólo así conseguiremos reformar al hombre contemporáneo.

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"Ad Jesum per Mariam". Por María es que se va a Jesús. Escribiendo sobre la fiesta del Sagrado Corazón, ¿como no decir una palabra de estremecimiento filial ante este Corazón Inmaculado que, mejor que cualquier otro, comprendió y amó al Divino Redentor? Que Nuestra Señora nos obtenga algunos destellos de aquella inmensa devoción que tenía al Sagrado Corazón de Jesús. Que Ella consiga encender en nosotros un poco de aquel incendio de amor con que Ella ardió tan intensamente, son nuestros votos dentro de esta octava suave y consoladora.


* O Legionário, Nº 458, 22 de junio de 1941









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