IN MEMORIAM ” JOSÉ ANTONIO PANCORVO

La vocación del Perú vista por un gran peruano

José Antonio Pancorvo

El 28 de febrero ha fallecido en Lima, a los 63 años de edad, don José Antonio Pancorvo Beingolea, presidente de la asociación Tradición y Acción por un Perú Mayor. Le debemos haber iniciado en el paí­s la gesta de Tradición, Familia y Propiedad en defensa de la civilización cristiana, encabezando un intrépido grupo de jóvenes que no se dejó intimidar por las amenazas de la dictadura velasquista.
Su rica y atrayente personalidad, su cautivante señorí­o hecho de elevación y nobleza de alma, su erudición increí­blemente vasta ”histórica, filosófica, religiosa, lingüí­stica, etc.” que afloraba sin alardes ni ostentación, su asombrosa fecundidad poética y literaria en clave de grandeza épica, sus conocimientos musicales y pictóricos, su afabilidad y llaneza de trato con todos ”desde el aristócrata más
raffiné al campesino con quien se complací­a en departir en quechua”, siempre buscando dignificar y hacer el bien a los que tuvieron el privilegio de conocerlo; y, por encima de todo, su fe católica profunda e í­ntegra, marcada por una ferviente devoción mariana, lo destacan como un ejemplo de caballero peruano y cristiano. Para lo cual contribuyó en apreciable medida el haber sido discí­pulo del gran lí­der católico del siglo XX, Plinio Corrêa de Oliveira.
José Antonio Pancorvo fue una personalidad tan incomparable, que solo él mismo podrí­a llenar el vací­o que nos deja su ausencia. Por eso, como forma de prolongar de alguna manera su presencia entre nosotros, nos proponemos ir compartiendo paulatinamente sus escritos con nuestros lectores. Comenzamos por el notable artí­culo sobre la vocación del Perú que escribió en 1973, cuando contaba 20 años de edad, en el que trasluce la cualidad que más lo distinguió toda su vida, su grandeza de alma.

LA ESENCIAL CATOLICIDAD DEL PERÚ: DE UNA GLORIOSA TRADICIÓN AL ESPÍRITU DE CRUZADA

José Antonio Pancorvo*


La Madre de Dios en la cruzada del Perú

La conquista del Nuevo Mundo tuvo patentes caracterí­sticas de cruzada religiosa. El continente fue descubierto el dí­a de Nuestra Señora del Pilar, y siempre serí­a Ella la capitana reconocida de la animosa epopeya. En el Perú, guerreros y frailes intrépidos extendí­an el reino de la civilización católica, de la Santa Iglesia Romana, llevados del fuego hispánico que en ese momento se manifestaba ardiente en la reforma carmelita, intransigente en Trento, combativo en la Compañí­a, triunfador en Lepanto, y en todas partes avasallador y devoto.

De alta significación es el grandioso milagro de Sunturhuasi en el sitio del Cusco por Manco II, que, en el fragor de los mil incidentes de la conquista, intentaba restaurar el reino pagano. Así­ lo narra el Inca Garcilaso de la Vega, por cuyas venas corrí­a, simbólicamente sangre de soldados y poetas ibéricos en armoní­a con la imperial de los Incas:

“Venida la noche, a la hora H en que el Inca señaló, salieron los indios resueltos a acabar con los españoles. Estos, alertas, armas en mano, clamaban a Cristo Nuestro Señor y a la Virgen Marí­a. Estando los indios por lanzarse al ataque, se les presentó en el aire Nuestra Señora con el Niño Jesús en brazos, bella y resplandeciente” .

Los españoles, como para dejar inapelable y perenne testimonio del milagro, a la vez que en acción de gracias, erigieron un santuario en la plaza principal del Cusco, llamado de Nuestra Señora del Triunfo. Un lienzo representa el prodigio, en que la Señora de los Cielos desciende extendiendo brazos y manto, a la vez maternal y mayestática. A los lados aparecen Santiago Apóstol y San Elí­as Profeta en actitud orante. Debajo, personajes incaicos con cirios encendidos admiran fervorosamente la escena.

Este hecho reafirma de modo maravilloso el reinado de Marí­a Santí­sima sobre las huestes cristianas y sobre la nueva nación, a la vez que su desvelo maternal por la pronta conversión del Tahuantinsuyo.

Gloria que las tinieblas no podrán ofuscar

“El arte de la historia en estos tiempos, no parece ser sino la conjura de los hombres contra la verdad” , decí­a León XIII. Lamentamos que desde la “cátedra de fuego y humo” , como afirmaba San Ignacio de Loyola, se haya intentado recortar y desfigurar la fisonomí­a histórica peruana. Con serenidad sabemos que contra los hechos no valen los argumentos, y con ufaní­a proclamamos las hazañas, los testimonios, los valores inmortales existentes en la historia del Perú. “Los perennes monumentos de la historia son por sí­ mismos ”para quien los considera con ánimo tranquilo y sin prejuicios” una magní­fica y espontánea apologí­a de la Iglesia y del Pontificado” , sentencia el mismo Papa (Breve Saepenumero considerantes). Por otro lado, una visión verdaderamente cientí­fica de nuestra historia es inconciliable con el criterio estrecho y mezquino de quien reparara uní­vocamente en los errores, aun grandes, que acompañan a las empresas humanas.

El proceso de conversión de los pueblos indí­genas es una magna y espectacular obra, verdaderamente asombrosa por su celeridad, destacándose así­ en los anales de la Iglesia. Escribe Antonio de Santa Marí­a: “Nadie debe dudar que el éxito de esta conquista se debe a la Reina de los Ángeles” . Innumerables santuarios con imágenes portentosas de la Virgen se erigieron a lo largo y ancho del antiguo imperio incaico. Las crónicas de misioneros señalan que la devoción a Marí­a causaba mucho afecto y suavidad en los indios, que se convertí­an por admiración a la Celestial Señora.

San Francisco Solano se internaba en el continente y ablandaba a los nativos feroces con la melodí­a de su violí­n, que no era sino repetición de la que componí­a en tierna alabanza de la imagen de Santa Marí­a de los Ángeles del convento del mismo nombre en Lima. Como inmensas olas llegaban a las playas del nuevo Virreynato las legiones de dominicos, de mercedarios, de franciscanos, de agustinos, de jesuitas. Hubo una muchedumbre de mártires. Mientras tanto, la Iglesia se organizaba, subsistiendo por mucho tiempo en la forma establecida por San Pí­o V: Lima serí­a la sede arzobispal de la cual serí­an sufragáneas desde la de Panamá hasta la de Santiago de Chile.

Todos esos prelados se reunieron en los Concilios Limenses convocados por Santo Toribio de Mogrovejo, en los cuales se encauzó sabiamente la conquista espiritual de infinitas almas para la Iglesia de Dios y la vida eterna. El Santo Arzobispo es un ní­tido ejemplo de como Nuestra Señora infundí­a el espí­ritu católico en los llamados a la altí­sima tarea, proporcionándole una gran ternura con los indí­genas manifestada continuamente en las jornadas increí­bles con que visitó reptidas veces su extensa y abrupta diócesis, sin importarle ninguna dureza, ningún obstáculo, ningún padecimiento, con tal de otorgar el máximo bien: la salvación eterna. Causa verdadero desconcierto que, tanto en la vida del culto como en la valoración que se debe a los fundadores de la nación, no se dé a este eminente hombre y santo, el lugar que le corresponde.

La esencia y la vocación del Perú

Hay un famoso cuadro cusqueño que muestra como el conquistador Martí­n de Loyola, sobrino del gran fundador de la Compañí­a, únese en matrimonio con una princesa inca. A su vez, la hija de estos despósase con un nieto de San Francisco de Borja. Son innumerables los hechos que muestran cómo en nuestra historia hubo un armónico entrelazamiento de razas y culturas, con diversas connotaciones regionales, pero subsistiendo siempre el carácter mestizo. Las virtudes comunes más altas coincidí­an en la admiración de lo elevado y maravilloso, en el sentido metafí­sico y religioso de la existencia. El coronamiento de las virtudes naturales españoles y autóctonas lo daba la adhesión a la Religión Católica, que las fortalecí­a, impulsaba e iluminaba. En el plan de la Providencia, el elemento ibérico tení­a la vocación y la empresa de convertir, y el elemento originario estaba a la espera de ser convertido.

La adhesión al espí­ritu católico confiere la elevación de alma hacia lo excelente, al espí­ritu de proeza, el donaire y la hidalguí­a en el peruano verdadero. Por el contrario rechazada la influencia de lo sagrado, el alma peruana desciende a lo opuesto, al prosaí­smo, a la indolencia, al comodismo, a la mediocridad.

Y es que, en el fondo, el secreto de la grandeza del Perú no está ni en la sangre india, ni en la sangre española, ni en la geografí­a, sino en la elevación del alma que dan el amor y la combatividad por los principios de la Religión Católica, Apostólica, Romana.

La desacralización, o abandono de esta concepción religiosa de la existencia, es, en último análisis, manifestación de una grave frialdad para con Dios, es una violación endurecida del primer mandamiento que es amar a Dios sobre todas las cosas. En efecto, quien acepta vivir en el ámbito de lo prosaico corta el vuelo del espí­ritu sobrenatural y metafí­sico, por el cual el hombre no se contenta con lo exclusivamente terreno y se corta, por tanto, el presupuesto del amor de Dios. Por esto, donde quiera que se esté desacralizando algo se está difundiendo larvadamente el ateí­smo. Esto es muy importante de tener en vista para comprender que muchas veces es más a través de las ideas implí­citas que puede avanzar la negación de Dios. Más en actitudes, sí­mbolos y costumbres que en aulas de teorí­as trasnochadas.

En la alternativa de la adhesión o el rechazo a la causa sagrada de la Santa Iglesia ”incontaminada del tumor progresista, claro está” se contiene la alternativa de grandeza o perversión del peruano. Los demás elementos son subsidiarios. “Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás os será dado por añadidura” (Mt. VI, 33).

Constelación de santos marianos

El fruto de la fidelidad que hubo es muy grande. Además de los santos peruanos más conocidos, existe una vasta legión de almas muchas veces ignoradas. De ellas, alrededor de cien tienen procesos canónicos. Personas de todos los rangos y todas las razas figuran en ellos.

Dice San Luis Marí­a Grignion de Monfort que “ha habido santos, pero pocos” que alcanzaron la perfección por medio de la devoción de la esclavitud mariana. A su vez, afirma proféticamente que por medio de esta devoción se extenderá en el futuro el Reino de Marí­a, triunfo del catolicismo en todo el mundo e instauración de la más alta civilización cristiana. Como premonición de este Reino magní­fico, anunciado en Fátima, muchos santos y siervos de Dios en el Perú Virreinal eran esclavos de Marí­a, comenzando por la Patrona del Nuevo Mundo, Santa Rosa de Lima. Sin duda estos eran principalí­simos canales de gracia para la conversión al cristianismo y el florecimiento de una civilización. ¿Cómo explicarse la cantidad y la calidad de las fragancias, de los encantos, de las contemplaciones, de las hazañas, de los ambientes de la civilización cristiana que hubo en nuestro paí­s si no es porque hubo una gran afluencia de gracias? El gran silencio con que los que odian el bien quieren cubrir estas cosas no debe continuar. Las glorias católicas de la tradición deben exaltarse con ufaní­a para estimular la construcción del futuro con elevación y sacralidad. No así­ un tradicionalismo desligado de su legí­tima fuente y su legí­tima desembocadura: la mayor gloria de Dios por medio de los valores de la civilización cristiana.

La cruzada de nuestros tiempos: hacia el siglo XXI

Esperamos que la evocación de estos principios y valores pueda contribuir para alimentar el idealismo y para conducirnos a una cruzada ideológica y cultural que instaure en su lugar primordial al espí­ritu católico, conforme a la misión que del Cielo recibiera nuestra patria. Por ello, nuestro mayor empeño consiste en esclarecer a la opinión pública acerca del cáncer tenebroso del progresismo, que inocula el entreguismo y la confusión desde dentro, y que por lo tanto es el mayor enemigo en la realización de nuestro desarrollo global, orientado hacia los más altos valores. No se engañe el que quisiere profesar un acomodo entre el progresismo y la Iglesia de siempre: el agua pura mezclada con agua turbia, es agua turbia.

En todo caso, Dios juzgará nuestra indiferencia. Como fue magistralmente explicado por San Agustí­n, los individuos reciben el premio o el castigo de sus obras en la vida eterna, pero las naciones, que son entes morales terrenos, reciben el premio o el castigo en esta tierra. Que la Madre de Dios nos haga comprender la verdadera grandeza cristiana del Perú y nos guí­e en medio de la incertidumbres universales que se avecinan, según Ella lo anunciara en Fátima, cuando prometió también el triunfo de su Inmaculado Corazón. La que formó a los héroes cristianos del pasado, nos guí­e hacia la cristiandad del futuro, hacia el triunfo de los valores católicos, hacia el siglo XXI.


(*) Publicado originalmente en "Tradición y Acción", N°5, julio-agosto de 1973









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