La indestructible Monarquía papal
A propósito de la reciente elección papal, el vaticanista Vittorio Messori ”famoso por sus reportajes a S.S. Juan Pablo II y al entonces cardenal Joseph Ratzinger” resalta, en un artículo publicado por el diario “La Nación” de Buenos Aires, la extraordinaria fuerza y perdurabilidad de la Monarquía papal, en contraste con la fragilidad de los poderes terrenos pasados y actuales. Un tema muy adecuado para este tiempo de Pascua de Resurrección, propio a llenar de ufanía a todo corazón verdaderamente católico.
LA FUERZA DE UNA IGLESIA QUE NO SE RINDE ANTE LAS CRISIS
Vittorio Messori*
MILÁN.- Desde la primera reunión general con vistas al cónclave, los cardenales se pusieron un objetivo impostergable: darle a la ciudad de Roma un obispo -y, por lo tanto, un papa a la Iglesia- antes de Pascua. No parecía admisible que se viviese todavía un régimen de sede vacante cuando la liturgia anual llega a su momento culminante y recomienza con la celebración de la resurrección de Jesús, fundamento de la fe cristiana.
Ese objetivo fue no sólo cumplido, sino holgadamente superado: el sucesor de Benedicto XVI condujo con diligente calma todas las celebraciones previstas para Semana Santa. Lo mismo pudieron hacer quienes lo eligieron, muchos de ellos arzobispos de las mayores ciudades del mundo, que no podían prescindir de sus pastores en el momento más importante del ciclo litúrgico.
La tentación instintiva sería hacer una comparación con las instituciones italianas, incapaces de darle al país un gobierno y probablemente tampoco un presidente de la república, una situación sin salidas a la vista, ni siquiera repitiendo las elecciones, que podrían recrear la misma situación de bloqueo irresoluble. Naturalmente, la comparación es imposible (de un lado, la última y verdadera monarquía absoluta; del otro, una democracia parlamentaria), pero sirve para comprender mejor algunas cuestiones de la Iglesia. Su cuerpo electoral, de hecho, es único en el planeta: es el más restringido y al mismo tiempo más cosmopolita, ya que los electores llegan, literalmente, de los cinco continentes. Muchos de ellos no se conocen entre sí, y se encuentran en Roma, por primera vez, en las reuniones que preceden al cónclave y sólo allí tienen oportunidad de verse las caras y discutir de frente.
En esos encuentros, dicho sea de paso, hace tiempo que el idioma de intercambio ya no es el latín, sino el italiano, un italiano muchas veces excelente, ya que todos, o casi todos, los sacerdotes que ocupan altos cargos exhiben en su currículum un título en los ateneos pontificios romanos.
Obviamente, la lengua es esencial a la hora de entenderse, pero para llegar a un acuerdo sobre la persona a elegir como jefe máximo de toda la Iglesia, debe producirse sobre todo un acuerdo de intenciones que parecería utópico en una institución esparcida por toda la Tierra, y en la que están representadas todas las culturas y las situaciones sociales.
Para colmo, es necesario acordar adecuándose a una ley que exige una mayoría de más de dos tercios de los votantes. Y, sin embargo, eso que parecía improbable también pudo hacerse rápido y bien. Muy pocas rondas de votación, menos de dos días de cónclave, y hubo fumata blanca: la Iglesia tenía su nuevo papa y allí estaban los “grandes electores” pasando en hilera para saludar al arzobispo de Buenos Aires y jurarle obediencia.
Así, anteayer, el entonces monseñor Bergoglio y ahora papa Francisco volvió a dar la buena noticia de la resurrección de Jesús, en nombre de toda la Iglesia. La celeridad de esta elección (a la par, por otra parte, de muchos cónclaves anteriores) es una buena señal para los creyentes: la confirmación de que, pese a cada una de las crisis, la fe que esos hombres comparten constituye un lazo que va más allá de las divisiones humanas. No sólo por la variedad de sus orígenes, sino también por sus perspectivas sobre la organización de la institución eclesiástica, los cardenales suelen estar en desacuerdo. Y sin embargo, están sólidamente unidos por el Credo, base de cada elección, y por los indicios que da aquél de entre ellos que ofrece esperanzas razonables y fundadas de vivir mejor según ese Credo y de defenderlo.
Pero hay otros pensamientos que suscita la primera Pascua del primer sudamericano convertido en Pontífice. Desde las ventanas del Palacio Apostólico, donde hoy Francisco impartió su bendición, se ve perfectamente otro palacio, el Quirinal, residencia de los papas durante siglos, y cuya cerradura fue violentada una noche de septiembre de 1870 por una dupla de soldados del Genio Militar Italiano bajo las órdenes de Raffaele Cadorna. Había que apurarse, liberar todos esos altares, sustituir ese exceso de cuadros religiosos, exorcizar la sacralidad: ésa sería la residencia del nuevo rey de Italia, Víctor Manuel II.
El papado era para entonces un fantasma, ninguna potencia formalmente “católica” había levantado un dedo para defenderlo. El decrépito y anacrónico pontífice [Pio IX] podría haberse marchado al exilio (con algo de sorna, la Inglaterra anglicana le ofrecía hospitalidad en Malta a esa reliquia medieval), pero su presencia ni siquiera le molestaba a nadie: la Iglesia no tenía futuro, ninguna persona culta e informada podía ya tomarla en serio.
Pero en la propia Turín de los Saboya, un cura llamado Juan Bosco sacudía la cabeza y les recordaba a los jóvenes una profecía que había escuchado en alguna parte: “La dinastía de quien le roba a la Iglesia de Dios no llega a la cuarta generación” . Para el caso, justo la noche de un 8 de septiembre ”gran fiesta popular del nacimiento de María”, el tercer representante de aquella dinastía que se había instalado en el Quirinal tenía que escapar aterrorizado y en medio del caos, mientras la "Nueva Italia" [del fascismo, en la II Guerra Mundial] se disolvía y los generales huían, disfrazados de burgueses, dejando a los soldados librados a su suerte. En medio de esa Roma abandonada, sólo el papa quedaba en su puesto, y en julio del año siguiente, toda la ciudad corrió espontáneamente a la Plaza San Pedro.
Hoy, gracias a Dios, la situación es muy distinta, pero una vez más, Italia está empantanada, y es incapaz de salir de su crisis, mientras la Iglesia, que nuestros ancestros daban por muerta, está también en crisis, pero ha reaccionado con prontitud ante el imprevisto de la “renuncia” inédita de un Papa, ha elegido rápidamente a un sucesor y está de nuevo lista para afrontar los desafíos del futuro.
Parecen pensamientos curiosos para un día de Pascua, pero justo la institución que acaba de celebrar la resurrección de Cristo es la que carga más historia sobre sus espaldas. En el fondo, es natural que suscite reflexiones de este tipo en quienes nos interesamos por la historia. Este papa que lleva el inédito nombre de Francisco, a quien estamos aprendiendo a conocer y que bendijo al mundo, no es más que el último eslabón de una cadena ininterrumpida, destinada a extenderse a toda la esfera humana.
Traducción de Jaime Arrambide
(*) “La Nación” , Buenos Aires, edición impresa, 2 de abril de 2013. Puede verse en http://www.lanacion.com.ar/1568698-la-fuerza-de-una-iglesia-que-no-se-rinde-ante-las-crisis.
Portada del sitio Temas internacionales
¿Un mensaje, un comentario?