GLORIA DE LA IGLESIA CATÓLICA

San Pío X, el Papa de la Contra-Revolución

Alejandro Ezcurra Naón

El día 21 de agosto la Iglesia celebra a uno de los mayores papas de los tiempos modernos, el gran San Pío X, intrépido defensor de la fe y de los derechos de la Iglesia, cuyo pontificado dejó una huella imborrable de santidad y fidelidad que lo convierten a la vez en un modelo de Pastor y de contrarrevolucionario.

Nacido en 1835 en una modesta familia rural del Véneto, y bautizado con el nombre de José Melchor Sarto, su humilde origen no obstó a que se formase una plena y elevada comprensión de la naturaleza y misión de la Iglesia, a la cual tributó todo su amor y dedicación. Se consideraba discípulo del célebre cardenal Luis Eduardo Pie (1815-1880), obispo de Poitiers, considerado la mayor figura del Episcopado francés en el siglo XIX.

Un lema, un programa, una gesta

Al ser nombrado a los 48 años obispo de Mantua, y más tarde cardenal Patriarca de Venecia, Monseñor José Sarto hizo suyo el lema episcopal de su mentor: Omnia instaurare in Christo (“Restaurar todas las cosas en Jesucristo” – Ef. 1, 10).

Ese lema se convertiría posteriormente en el programa de todo su pontificado, enunciado desde su primera encíclica, E supremi apostolatus: “Nos proclamamos que no tenemos ningún otro programa en el Pontificado Supremo sino el de ‘restaurar todas las cosas en Cristo’”. Esto significa, agrega, “llevar a la humanidad de vuelta al dominio de Cristo”. Y con tal fin “debemos usar todos los medios y ejercer toda nuestra energía para producir la desaparición total de la enorme y detestable maldad, tan característica de nuestro tiempo – la sustitución de Dios por el hombre” [1].

Cabe resaltar la plena identidad de propósitos entre este programa del papa Sarto y el ideal de la Contra-Revolución, tal como lo define el prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su obra clásica Revolución y Contra-Revolución: “Si la Revolución es el desorden, la Contra-Revolución es la restauración del Orden. Y por Orden entendemos la paz de Cristo en el Reino de Cristo. O sea la civilización cristiana, austera y jerárquica, fundamentalmente sacral, antiigualitaria y anti-liberal” [2].

Intrépido defensor de los derechos de la Iglesia

La elección de Mons. Sarto al Papado en 1903, a la muerte de León XIII, había sido inesperada (se dice que fue el único cardenal que había comprado pasaje de ida y vuelta al Cónclave...). Y no demoró en verse inmerso en una batalla que lo mostraría como un ardiente defensor de los derechos de la Iglesia y celoso pastor de almas.

La Iglesia vivía entonces tiempos muy difíciles: en Francia, el gobierno masónico del primer ministro y exseminarista Émile Combes confiscó en 1905 los bienes eclesiásticos, laicizó la educación y decretó la supresión de las órdenes religiosas. ¡Combes hasta quería nombrar él mismo a los obispos, excluyendo al Papa! La ley anticlerical pretendía incluso democratizar la Iglesia francesa, creando “Asociaciones de culto” integradas por laicos, a los cuales los obispos debían subordinarse [3].

Consciente de la gravedad de esa ofensiva, al año siguiente San Pío X nombró a 16 nuevos obispos franceses, los convocó a Roma, y él mismo los consagró en el altar de la Cátedra de San Pedro. Para ayudarlos en la ardua misión que les aguardaba, los exhortó a “tener en mente que hemos nacido para la batalla: ’No he venido a traer la paz, sino la espada’” (Mat. 10, 34)”; a “defender los derechos de la Iglesia, que son los derechos de Dios”, y a jamás “faltar a vuestra dignidad y a vuestros deberes que ella os impone”.

La dolorosa lucha contra el adversario interno

Al lado de esa intrépida defensa de los fueros de la Iglesia, que finalmente llevó al gobierno francés a retroceder, la tarea más ardua y más dolorosa que acometió San Pío X, y en la que debió empeñar toda su energía e intransigencia, fue la lucha contra el adversario interno.

Desde mediados del S. XIX penetraban en medios católicos las ideas igualitarias de la Revolución Francesa y del socialismo, fenómeno que se acentuó a fines de ese siglo a través de la corriente llamada modernismo. Los modernistas pretendían que la doctrina católica debe evolucionar al sabor de los “movimientos de la historia”, que el “Espíritu” sopla en los cambios revolucionarios y que la Iglesia debía asumirlos, alterando su propia estructura jerárquica para hacerse democrática.

Con visión certera, San Pío X desentrañó el fondo doctrinal encubierto en ese evolucionismo: la gnosis panteísta, o sea la religión de satanás, que niega la existencia de un Dios único personal, dador de una doctrina inmutable, y lo sustituye por una seudo-divinidad mutante y fragmentada en partículas en todos los seres del universo. Por eso, en su célebre encíclica Pascendi Dominici Gregis denunció al modernismo como “la suma y la síntesis de todas las herejías”.

Llenaría todo un volumen describir todos los documentos con que el santo pontífice desenmascaró y condenó al modernismo y sus líderes —entre los que sobresale el decreto Lamentabili sane Exitu, que condena 65 proposiciones modernistas—, así como todas las acciones concretas que emprendió para extirparlo. Con ello logró, en poco más de diez años de pontificado, contener la hidra modernista que, derrotada, debió recluirse a sus antros a la espera de una nueva oportunidad. Esta se presentaría décadas más tarde, cuando el modernismo resurgiría metamorfoseado en movimientos como el “liturgicismo” y la “nueva teología” de los años ’40, los “sacerdotes para el socialismo” de los años 60, la teología de la liberación en los ’70, etc.

Insuperable solicitud pastoral

Junto con defender a la Iglesia de sus adversarios externos e internos, la otra gran preocupación que marcó el pontificado de San Pío X fue netamente pastoral, el mayor bien de las almas.

Su extrema solicitud apostólica tuvo lances de genialidad. Para inhibir la penetración de la corrupción revolucionaria en la sociedad, consciente del efecto inconmensurable de la Eucaristía para apagar las malas inclinaciones y estimular las buenas, autorizó la comunión frecuente, incluso diaria, para todos los fieles y también redujo la edad para la Primera Comunión de los niños hasta los 7 años.

Incluso en una ocasión, una noble dama católica inglesa, esposa de un diplomático en servicio en Roma que regresaba a su país, fue a despedirse de San Pío X acompañada de su pequeño hijo. Sabiendo del celo eucarístico del Pontífice, la dama se lamentó que el niño no pudiese aún comulgar. El Papa preguntó entonces al pequeño:

¿Cuántos años tienes? —Cinco, respondió el niño.
¿Desearías recibir la Comunión? —¡Sí!
¿Qué es la Hostia? —La Hostia es Jesús
¿Y quién es Jesús? —Jesús es Dios.
Suficiente —dijo el Papa. Y llamando a un monseñor de servicio, le ordenó disponer la capilla, diciendo: —Él está preparado para recibir a Jesucristo. ¡Yo mismo le daré ahora la Primera Comunión! —Y así lo hizo, previa absolución al pequeño inocente.

Su celo por la buena formación de los fieles lo llevó a promover la redacción de un famoso e insuperable “Catecismo Romano” que hasta hoy continúa siendo editado, por la estupenda claridad de sus enseñanzas. Y para dar ejemplo, él mismo predicaba el Catecismo todos los domingos a los niños en el exterior de una iglesia de Roma.

Amor a la perfección en los oficios sagrados

Ese cuidado pastoral se extendía a la sagrada liturgia. Por ejemplo, movido por el deseo de corregir abusos generados por la introducción de músicas profanas en las funciones litúrgicas —era el tiempo del apogeo de la ópera...—, no bien inició su pontificado publicó el Motu Proprio Tra le Sollecitudini, con una “Instrucción sobre Música Sacra”, en la cual explica que dicha música, en cuanto hace parte de la liturgia se destina a “aumentar el decoro y esplendor de las sagradas ceremonias” y por eso debe poseer “santidad y bondad en las formas”. El texto detalla minuciosamente todo lo que debe y no debe contener la música y el canto en celebraciones religiosas, excluyendo todo lo profano.

Ese texto papal se define como “un código jurídico de Música Sacra” [4], y con otros documentos magistrales del mismo San Pío X sobre liturgia, forma un tesoro de doctrina que debería hacer reflexionar a muchos sacerdotes de hoy que se acoplaron a la lamentable “devastación litúrgica” de las últimas décadas, oportunamente denunciada por Benedicto XVI.

Y no podemos dejar de mencionar el esfuerzo de ordenación del Derecho Canónico, monumento de sabiduría culminado después su muerte, pero que quedó conocido como “el Código de San Pío X”.

Bondad, amenidad, atractivo sobrenatural

Por más que haya debido erigirse en luchador indeclinable contra los enemigos de la Iglesia, San Pío X era sumamente afable, bondadoso y ameno. Pero además, algo de sumamente sobrenatural traslucía en su persona: todo el mundo se sentía enormemente atraído por él.

Esto se vio desde la primera audiencia que concedió al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, a pocos días de su elección. Saludado por el Decano de los embajadores, el Papa respondió gentilmente el saludo y luego se entretuvo brevemente con cada uno. Al salir los diplomáticos quisieron entrevistar al pro secretario de Estado, Monseñor Merry del Val. Este los acogió cordialmente, notando que estaban todos muy impresionados.

“Les pregunté si estaban satisfechos con la audiencia, si el Papa había hablado... —escribe el dignatario—. Me contestaban con monosílabos: Que sí, que muy contentos. Que sí, que el Papa les había hablado... otra pausa. Yo me sentía incómodo. Conjeturaba qué podría haber ocurrido, si algún incidente desagradable... De pronto, el ministro de Prusia aclaró el enigma:

“’Monseñor —dijo textualmente (en francés)— díganos entonces, ¿qué tiene este hombre que atrae tanto?’. — ’Sí, sí, díganos!’ — corearon los demás”. Sorprendido, quiso saber qué había ocurrido para que le hicieran esa pregunta. Respuesta negativa: No hubo nada excepcional, excepto que Pío X “les había dejado envueltos en el encanto de su personalidad”.

Al retirarse los embajadores, la pregunta quedó dándole vueltas en su cabeza: “¿Qué atrae tanto en ese hombre?...”; hasta que de repente “me pareció que una voz respondía: «Es la santidad, porque él es verdaderamente un hombre de Dios»” [5].

El testimonio de otro gran Papa

Otro gran Papa, Pío XII, que en su juventud tuviera el privilegio de conocer y ser él mismo colaborador de San Pío X, tuvo el honor de beatificarlo en 1951 y canonizarlo en 1954. En el discurso de beatificación hace un preciso retrato de los contrastes armónicos del alma del santo pontífice:

“Con su vista de águila, que era más penetrante y más segura que la visión de los pensadores miopes, él vio el mundo como era en realidad; él vio la misión de la Iglesia en el mundo, vio con ojos de un santo pastor el deber de la Iglesia en medio de una sociedad descristianizada, una sociedad que fue contaminada o al menos sitiada por los errores y la perversión del tiempo. ... Por naturaleza nadie fue más manso que él, nadie más pacífico, nadie más paternal. Cuando, sin embargo, estaba hablando la voz de su conciencia pastoral, entonces prevalecía solamente el sentido de su deber. Este sentido de su deber silenciaba todas las consideraciones de debilidad humana, impedía todos los subterfugios, ordenaba medidas fuertes, aunque quebrase a veces su corazón. El humilde ‘pastor de aldea’, como a veces le gustaba ser llamado, pudo elevarse como un gigante en toda la majestad de su autoridad sublime ante los ataques a los derechos inalienables de la libertad y de la dignidad humana y a los derechos de Dios y de la Iglesia. Entonces, su ‘non possumus’ [no podemos] hizo temblar a los poderosos de este mundo, y a veces les hizo retroceder; mientras que el vacilante recibía seguridad y el tímido, entusiasmo...

“Por su persona y por su trabajo, Dios ha querido preparar a la Iglesia para los nuevos y rígidos deberes que el futuro conturbado estaba presagiando. (...) Hoy se vuelve manifiesto que todo su pontificado fue sobrenaturalmente dirigido de acuerdo con un plan de amor y redención, a fin de preparar las almas para enfrentar nuestras propias batallas y garantizar nuestras victorias y las victorias de las generaciones futuras.” [6]

Hacia la realización de su gran ideal

Ese varón de Dios fallecía santamente el 20 de agosto de 1914. Si bien no llegó a formar discípulos, su gigantesca actuación contrarrevolucionaria marcó a fondo la Iglesia entera permitiendo que al renacer la conspiración modernista en la década de 1940, surgiesen también para enfrentarla vivas reacciones a favor de la restauración de la civilización cristiana.

Así, a cien años de su santa muerte la obra de San Pío X se prolonga en movimientos como las TFPs y entidades afines esparcidas por el mundo, en las agrupaciones sacerdotales de inspiración tradicional acogidas por la Santa Sede que vienen ocupando un espacio cada vez mayor en la Iglesia, en múltiples movimientos de defensa de valores perennes en la sociedad—especialmente los de la vida y la familia—, etc.

Todos ellos apuntan, de una u otra manera, al gran ideal de la vida de San Pío X: “Restaurar todas las cosas en Jesucristo”. Y desde el cielo, él bendecirá complacido este impulso restaurador, que es invencible porque viene de Dios.







[1Citado por Monseñor Athanasius Schneider, Conferencia “San Pio X, el Grande”, en la Universidad de Verano promovida por las TFPs europeas, Cracovia, 24 de julio de 2014. Ver también: http://www.vatican.va/holy_father/pius_x/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_04101903_e-supremi_en.html

[2PLINIO CORREA DE OLIVEIRA, Revolución y Contra-Revolución, 1a edición peruana, Tradición y Acción por un Perú mayor, Lima 2005, pág. 90.

[3Entrevista al Cardenal Tauran en http://www.30giorni.it/articoli_id_9065_l2.htm

[4Motu Proprio Tra le Sollecitudini del Sumo Pontífice Pio X sobre la música sagrada, http://www.vatican.va/holy_father/pius_x/motu_proprio/documents/hf_p-x_motu-proprio_19031122_sollecitudini_sp.html

[5Citado por el Padre José María Javierre, Merry del Val, Juan Flors Editor, Barcelona 1951, pp. 133-134.





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