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Catedral de Chachapoyas: ocaso del progresismo, prestigio de la Tradición

En tiempos del Concilio Vaticano II el progresismo religioso esparció la consigna de que la Iglesia, para conquistar las masas contemporáneas, tendría que “modernizarse” y “adaptarse al mundo” a cualquier precio. Para eso debía despojarse de todos los atributos visibles que la diferenciaban de lo profano, pues el pueblo —se decía— ya no comprende esas exterioridades obsoletas.

Así, desde la sotana de los sacerdotes o el hábito de las religiosas hasta el majestuoso rito de la Misa tradicional, desde los paramentos litúrgicos a la arquitectura de los templos, desde el arte religioso a la espiritualidad, todo fue siendo simplificado, vulgarizado, desacralizado, relativizado —cuando no suprimido—, en aras de esa pretendida adaptación al mundo moderno.

El resultado fue la crisis que todos vemos, señalada en términos concluyentes por los tres Papas que precedieron a Francisco I. Los ambientes católicos fueron penetrados por lo que Pablo VI llamó “el humo de satanás”, es decir, el espíritu igualitario y libertario del mundo moderno, que endiosa un individualismo en el que cada cual puede hacer lo que le plazca, ignorando la ley divina y hasta la propia ley natural.

En el arte religioso, el efecto de esa “adaptación” fue también calamitoso. Como se sabe, durante gran parte del siglo XX imperó, en materia artística, una completa anarquía estética, de raíz atea: pinturas-mamarrachos que nadie entiende (a veces ni sus propios autores...); esculturas disformes que expresan únicamente el caos mental del respectivo escultor; y en arquitectura, edificios nacidos del capricho y del absurdo, que no siguen ninguna regla estética y que a los 30 ó 40 años de construidos ya están prematuramente envejecidos (mientras que los edificios antiguos conservan todo su encanto y atractivo, por obedecer a estilos tradicionales consagrados, cuya belleza todas las generaciones entienden y admiran).

El progresismo se adhirió eufóricamente a esa tendencia antiestética. Desde los años sesenta proliferaron iglesias construidas en estilo moderno —o sea, carentes de estilo—, sin identidad, de formas caprichosas, vulgares y “feas como el pecado”, para usar la expresión del conocido arquitecto católico Michael S. Rose, doctor en Bellas Artes por la Brown University [1]; templos supuestamente hechos para atraer a los fieles de hoy, pero que sólo han servido para ahuyentarlos más...

En el Perú, esa ola modernizante influenció a los católicos más mundanos, ávidos de plegarse a la moda del momento. Vimos así surgir entre nosotros iglesias que más parecen galpones o fábricas, teatros o coliseos deportivos, salones comunitarios o pabellones de exposición... En muchas de ellas, el Santísimo Sacramento fue desplazado del lugar de honor central que le es debido a un injusto y secundario rincón, ¡o hasta a un sótano, por debajo del nivel físico de los fieles y totalmente escondido de éstos, como en una conocida parroquia limeña!...

* * *


Pero la extravagancia progresista chocaba profundamente con las aspiraciones del alma católica. Vox populi, vox Dei, dice el dictado latino. El sentir de los verdaderos fieles no podía ser ignorado por mucho tiempo. Y tras el vendaval revolucionario de los años 60-80, emergen ahora renovadas aspiraciones de verdad, de bien y de genuina belleza, que la gracia de Dios suscita en las nuevas generaciones del clero como del pueblo fiel, y comienzan a hacerse valer con fuerza.

Lo comprobamos en los nuevos templos construidos desde fines de los ’90, como la basílica-santuario de Pomallucay, en Ancash (1997), la nueva Catedral de Chimbote (2007), o el santuario del Señor de Luren, en Ica, que tras el terremoto de 2007 está siendo reconstruido en su estilo neoclásico original, gracias a una presión popular que obligó a desechar un primer proyecto de reconstrucción, un mamotreto moderno sin estilo ni belleza.

Tal vez el ejemplo más expresivo del revivir de los estilos tradicionales es la iglesia catedral de Chachapoyas. Una remodelación integral, concluida en 2010, le ha devuelto su estilo original, tras un proceso digno de nota. La primitiva catedral de fines del siglo XVIII, reconstruida tras el sismo de 1928, era de líneas sobrias y aspecto gracioso y ameno. En los años ’70 resultó parcialmente destruida por un nuevo terremoto. Se decidió entonces demolerla, irguiéndose en su lugar una especie de coliseo moderno, totalmente vulgar e inexpresivo, irreconocible como iglesia y en el cual los fieles no sentían reflejados su amor y devoción, al punto que se lo llamó popularmente “el paraguas”.

La primitiva catedral demolida en los años 70, en una foto de comienzos del siglo pasado. © Manuel Cabañas López
El “paraguas” progresista, felizmente desaparecido

Ese nuevo templo generó primero desagrado, después disconformidad, y por fin un clamor de oposición activa, que culminó en una iniciativa ciudadana para restaurar la iglesia en su diseño original. El actual Obispo acogió la iniciativa, y el resultado es la espléndida fachada que luce ahora la Catedral, obra concluida en 2010 retomando las líneas del primitivo templo virreinal-republicano.

La remodelación culminada en 2010 le devolvió su estilo original, para satisfacción de todos.

Este feliz epílogo, que honra a la Iglesia y al pueblo de Chachapoyas, es una muestra palpable de una realidad cada vez más patente en el Perú y en el mundo: el irreversible ocaso del progresismo eclesiástico, frente al renacer de los estilos religiosos tradicionales, cuyo renovado prestigio se debe a que, como dice Plinio Corrêa de Oliveira, la Tradición es ante todo “la continuidad de la acción de un Ángel en la Historia”. Y los ángeles siempre vencen —si los hombres sabemos seguir sus inspiraciones.







[1Lectura recomendada: MICHAEL S. ROSE, Ugly as Sin – Why They Changed our Churches from Sacred Spaces to Meeting Spaces – and How We Can Change Them Back Again, Sophia Institute Press, Manchester, New Hampshire, 2001, 241 pp.





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